A fines de junio de 2025, una noticia sacudió los cimientos del mundo corporativo global. El regulador de auditoría de Estados Unidos (PCAOB) multó a las filiales neerlandesas de Deloitte, PwC y EY por un total de 8,5 millones de dólares. La razón no fue un error contable o una auditoría fallida, sino algo más profundo y paradójico: cientos de sus profesionales, incluyendo socios y altos directivos, hicieron trampa en los exámenes internos de capacitación obligatoria. Lo más grave es que entre las pruebas adulteradas se encontraban las de ética profesional.
Este evento, que se suma a una sanción similar a KPMG el año anterior, dejó de ser una anécdota para convertirse en la evidencia de un patrón. Las empresas conocidas como las "Big Four", cuyo negocio se basa en ser los guardianes de la transparencia y la confianza del mercado de capitales, fueron sorprendidas faltando a la probidad en su propia casa. Dos meses después, el escándalo ya no ocupa los titulares inmediatos, pero sus réplicas han madurado hasta convertirse en una pregunta fundamental que resuena con fuerza en Chile: si los árbitros de la integridad no pueden seguir sus propias reglas, ¿qué nos queda?
Aunque el epicentro fue en Europa, la onda expansiva llegó a un Chile que ya debatía intensamente sobre su propia crisis de confianza. El caso de las auditoras es un espejo de las tensiones locales. Mientras en el mundo se cuestiona la ética de los fiscalizadores privados, en el país la discusión pública se ha centrado en la falta de probidad en el aparato estatal. Casos como el uso fraudulento de licencias médicas por miles de funcionarios o la malversación de fondos en fundaciones han instalado la percepción de un doble estándar.
La reacción ha sido predecible: exigir que al Estado se le apliquen las mismas varas que al mundo privado. Editoriales y expertos han abogado por implementar modelos de "compliance" o cumplimiento normativo en los servicios públicos, argumentando que “ley pareja no es dura”. La lógica es simple: si a las empresas se les exige por ley (Ley 20.393) tener modelos de prevención de delitos, ¿por qué no exigir lo mismo a quienes administran los recursos de todos los chilenos?
Este debate encontró un paralelo en el mundo legal, donde las elecciones del Colegio de Abogados de junio estuvieron marcadas por un llamado transversal a que el gremio fortalezca los estándares éticos y recupere su rol como actor relevante en la defensa del Estado de Derecho, una voz que, según muchos, se ha vuelto “pusilánime”.
Aquí es donde la narrativa se vuelve compleja y obliga a una reflexión más profunda. La idea de que más reglas y protocolos son el antídoto contra la corrupción ha comenzado a mostrar sus fisuras. Tamara Agnic, exsuperintendenta de Pensiones y experta en la materia, lo advirtió en una carta a Diario Financiero: “No es que falte compliance en el sector público, lo que abunda es mal compliance”. Su argumento apunta a que la proliferación de protocolos puede terminar reemplazando el juicio ético por un “checklist burocrático”, una fachada de integridad que no previene las malas prácticas, sino que las esconde detrás de formularios.
Esta disonancia es clave. Mientras una parte del debate clama por replicar el modelo privado en el Estado, otra advierte que el "compliance" no es una fórmula mágica. La verdadera integridad, argumentan, no se decreta; se cultiva. Depende de una cultura organizacional donde la ética no es un manual que se memoriza para un examen —o se copia—, sino un principio que guía la toma de decisiones. Un ejemplo de esta otra vía es el reciente acuerdo entre Codelco y Anglo American, presentado no como el resultado de una imposición regulatoria, sino como una alianza estratégica construida sobre la confianza y la colaboración, activos que ninguna ley puede crear por sí sola.
El escándalo de las "Big Four" y el debate local sobre el "compliance" exponen un dilema que enfrentan los propios reguladores. Una mirada a las actas de la Comisión para el Mercado Financiero (CMF) lo ilustra. En noviembre de 2024, al discutir el umbral de restitución de fondos por fraudes en medios de pago, el consejo se dividió. La mayoría optó por mantener el límite en 35 UF, priorizando la protección del consumidor. Sin embargo, la comisionada Catherine Tornel votó en contra, proponiendo bajarlo a 15 UF. Su argumento fue que un umbral más alto podría incentivar el autofraude y traspasar los costos al resto de los clientes, generando exclusión financiera.
Esta divergencia técnica revela un choque de filosofías: ¿dónde termina la protección y dónde empieza el riesgo moral? No hay una respuesta fácil, y demuestra que ni siquiera quienes diseñan las reglas tienen un consenso sobre cómo calibrarlas para fomentar un comportamiento virtuoso sin generar efectos perversos.
El caso de las auditoras, por tanto, ha cerrado su primer capítulo de multas y despidos, pero ha abierto una etapa de cuestionamiento sistémico. El tema ya no es si las "Big Four" son confiables, sino cómo se construye la confianza en una era de escepticismo. La lección para Chile es que la solución no radica simplemente en importar más modelos de cumplimiento, sino en iniciar una conversación honesta sobre la diferencia entre simular la integridad y ejercerla de verdad.