Entre junio y julio de 2025, una serie de acciones judiciales y diplomáticas, aparentemente inconexas, han dibujado un mapa complejo de la identidad chilena en el escenario internacional. Desde la extradición de un femicida a Argentina hasta la batalla por traer de vuelta a una exagente de la dictadura desde Australia, pasando por la restitución de patrimonio cultural a Perú, Chile se ha convertido en un laboratorio donde se ponen a prueba los límites de la soberanía, la memoria y la responsabilidad. Más que eventos aislados, estos casos revelan las tensiones y prioridades de una nación que gestiona simultáneamente las urgencias del presente y las deudas de su pasado.
Con una notable celeridad y pragmatismo. En los últimos 90 días, el sistema judicial chileno ha demostrado una activa cooperación con sus vecinos para evitar la impunidad en delitos de alto impacto mediático.
Estos tres casos, resueltos en cuestión de semanas o meses, proyectan la imagen de un Estado eficiente y un socio confiable en la lucha contra el crimen contemporáneo. La justicia aquí es reactiva, rápida y se enfoca en resolver problemas de seguridad presentes, fortaleciendo lazos de cooperación policial y judicial en el Cono Sur.
La persecución existe, pero opera en una temporalidad radicalmente distinta, marcada por la burocracia internacional, las estrategias dilatorias y el peso simbólico de la historia. El caso de Adriana Rivas, exsecretaria de Manuel Contreras en la DINA, es el epítome de esta lucha.
Acusada como coautora en siete secuestros calificados durante la dictadura, Rivas se encuentra en Australia desde 1978. Su proceso de extradición, solicitado por Chile, se ha convertido en una saga judicial que ya dura años. Durante julio, la Corte Federal de Australia volvió a sesionar para revisar una de las múltiples apelaciones de Rivas, quien busca evitar a toda costa enfrentar a la justicia chilena. Aunque el 18 de julio la corte rechazó su solicitud, permitiendo que el proceso continúe, el caso evidencia una asimetría fundamental.
Mientras los criminales comunes son extraditados en meses, traer de vuelta a los responsables de crímenes de lesa humanidad puede tomar décadas. Esto no necesariamente implica una falta de voluntad del Estado chileno actual, sino que expone la complejidad de la justicia retroactiva. Los argumentos legales se vuelven más densos (doble criminalidad, prescripción, leyes de amnistía), las defensas son más sofisticadas y el paso del tiempo juega a favor de la impunidad biológica. La batalla por Rivas es una lucha contra el olvido, un esfuerzo por demostrar que no hay fronteras ni plazos para los crímenes contra la humanidad, aunque el costo y el desgaste sean inmensamente mayores.
Sí, una justicia reparadora y simbólica que no busca castigar, sino restituir. El 12 de julio, Chile devolvió oficialmente a Perú 19 piezas arqueológicas de las culturas Chancay, Wari y Pativilca, que habían sido saqueadas y se comercializaban ilegalmente en plataformas como eBay e Instagram.
Este acto, coordinado por el Ministerio de las Culturas, la PDI y la Fiscalía, se aleja del código penal para entrar en el terreno de la diplomacia cultural y la reparación histórica. No se trata de enjuiciar a un individuo, sino de reconocer el daño causado al patrimonio de otra nación y actuar para enmendarlo.
La ministra de las Culturas, Carolina Arredondo, lo definió como un acto que “repara el daño ocasionado al patrimonio de una nación y de las comunidades afectadas”. Este gesto posiciona a Chile no solo como un país que persigue a sus criminales y colabora con sus vecinos, sino también como un actor consciente de su responsabilidad en la protección del legado cultural de la región.
Observados en conjunto, estos eventos revelan que Chile no tiene una, sino múltiples políticas de justicia internacional que operan en paralelo y, a veces, en tensión. Por un lado, una justicia pragmática y veloz para los delitos del presente. Por otro, una justicia histórica, lenta y cargada de simbolismo, que lucha contra el tiempo. Y finalmente, una justicia cultural, que busca reparar y construir puentes.
El debate que subyace es si estas tres caras de la justicia reciben la misma prioridad y recursos. ¿Es la eficiencia en la persecución de delitos comunes un modelo a seguir para los casos de derechos humanos, o son dos realidades incomparables? ¿Puede un gesto de restitución cultural compensar otras deudas históricas pendientes?
El tema no está cerrado. Chile sigue redefiniendo su soberanía en un mundo donde las fronteras son cada vez más porosas para los criminales, para la memoria y para la justicia. La forma en que el país continúe equilibrando estas tres agendas definirá su verdadero rol como actor responsable en la escena global.