A más de dos meses de que el debate sobre el voto extranjero se instalara en el centro de la agenda política, la discusión ha madurado más allá de la coyuntura legislativa. Lo que comenzó como una disputa técnica sobre las multas por no sufragar, hoy revela una fractura más profunda: la tensión entre la evolución demográfica de Chile y la rigidez de sus estructuras políticas. La pregunta ya no es solo si los extranjeros deben votar, sino quién conforma la comunidad política que decide el futuro del país.
Los números son elocuentes y explican la intensidad del debate. Según datos del Servel y un estudio de la consultora Nómade, el padrón de extranjeros habilitados para votar ha experimentado un crecimiento exponencial, acercándose al millón de personas. En solo dos años, entre 2022 y 2024, las mesas electorales donde más del 50% de los inscritos son migrantes aumentaron un 670%, pasando de 20 a 154.
Este nuevo electorado no se distribuye de manera uniforme. Se concentra en comunas estratégicas como Santiago (71 mesas), Independencia (57) y Estación Central (14), lugares donde su influencia puede ser decisiva. Un análisis preliminar de las elecciones de 2024 en estas mesas de alta concentración migrante arrojó que un 58% de los votos favoreció a pactos de la actual oposición, frente a un 40% para el oficialismo. Este dato, aunque no definitivo, transformó una discusión sobre derechos en un cálculo estratégico de alto voltaje.
La controversia ha provocado un reordenamiento de las posturas tradicionales, generando una disonancia notable entre el discurso histórico y la táctica actual de los bloques políticos.
El actual escenario no fue planificado; es el resultado de una serie de decisiones históricas que se superpusieron con consecuencias imprevistas. El derecho a sufragio para extranjeros se consagró en la Constitución de 1980. Contrario a la creencia popular, no fue una imposición autoritaria, sino una propuesta del constitucionalista Guillermo Bruna para hacer un reconocimiento a los migrantes europeos que, con largo arraigo en Chile, no se nacionalizaban para no perder sus vínculos de origen. El propio Jaime Guzmán, aunque reticente, redactó la norma que fijó la residencia en cinco años.
Sin embargo, tres reformas posteriores desnaturalizaron su propósito original:
El tema está lejos de cerrarse. La discusión legislativa sobre las multas es solo la punta del iceberg. Chile se ve forzado a un debate de fondo sobre su identidad y su contrato social. Las preguntas que emergen son complejas y desafiantes: ¿Se define la ciudadanía solo por un pasaporte o también por el arraigo, la contribución y la participación en la vida cívica? ¿Cómo debe una democracia adaptarse a cambios demográficos acelerados sin erosionar sus principios fundamentales?
El voto migrante ha dejado de ser un dato estadístico para convertirse en un espejo. En él se reflejan las contradicciones, los miedos y las esperanzas de un país que se debate entre su definición tradicional de nación y la realidad de una sociedad cada vez más diversa. La resolución de este nudo no definirá solo una elección, sino el carácter de la democracia chilena para las próximas décadas.