A más de dos meses de la tensa semana de julio en que el Congreso Nacional se enfrascó en una batalla legislativa de último minuto, la ley que establece las multas por no votar en las elecciones parece encaminada. Sin embargo, lo que maduró en este tiempo no fue solo un acuerdo técnico, sino la revelación de las profundas ansiedades y cálculos estratégicos de la clase política frente a un escenario electoral incierto. La discusión sobre una sanción económica, que en teoría debía reforzar el voto obligatorio restituido en 2022, se transformó en un espejo que reflejó el pánico a un actor inesperado: el votante extranjero.
El retorno al sufragio obligatorio dejó un cabo suelto crucial: la sanción para quien no cumpliera. Con las elecciones presidenciales y parlamentarias de noviembre en el horizonte, la ausencia de una ley de multas convertía la obligación en una mera declaración de intenciones. La presión para legislar creció, pero el debate se estancó en un punto aparentemente ajeno: el derecho a voto de los extranjeros residentes.
La legislación chilena, en una singularidad a nivel mundial, no solo otorga derecho a sufragio a los extranjeros con más de cinco años de residencia —incluso temporal—, sino que con la inscripción automática y el voto obligatorio, ahora los compele a participar. Este universo de casi 900.000 electores, con una importante comunidad venezolana, se convirtió en el epicentro del cálculo político.
El oficialismo, que históricamente defendió los derechos civiles de los migrantes, comenzó a verlos como una amenaza. El temor a un "voto castigo" de la comunidad venezolana, crítica con los gobiernos de izquierda, llevó al Ejecutivo a intentar frenar cualquier ley de multas que los incluyera. Su estrategia, liderada por los ministros Álvaro Elizalde (Interior) y Macarena Lobos (Segpres), apuntaba más alto: ganar tiempo para negociar una reforma que restringiera el voto extranjero en elecciones presidenciales.
En una jugada sorpresiva, la oposición invirtió los papeles. Sectores que habían promovido discursos de mayor control migratorio ahora se erigían como defensores de la "ley pareja" para todos los electores. Viendo una posible ventaja electoral, presionaron por una multa universal. Sin embargo, para destrabar el debate, Chile Vamos y Demócratas presentaron una oferta táctica: aprobar un proyecto de la diputada Joanna Pérez (Demócratas) que aplicaba la multa solo a ciudadanos chilenos, eximiendo a los extranjeros. Era una concesión calculada para forzar al gobierno a moverse y asegurar que existiera una sanción antes de noviembre.
La sesión del 14 de julio en la Cámara de Diputadas y Diputados fue el clímax de esta tensión. El gobierno, al ver que su plan de restringir el voto migrante no prosperaba, dio una contraorden a sus bancadas: abstenerse para dejar caer el proyecto. La maniobra fracasó. La iniciativa se aprobó en general con 85 votos a favor, gracias al apoyo de la oposición y al desmarque de varios parlamentarios oficialistas que no siguieron la instrucción de La Moneda.
El resultado fue una derrota táctica para el gobierno y una victoria parcial para la oposición. El proyecto volvió a la Comisión de Gobierno para discutir indicaciones, pero el mensaje político era claro: la mayoría del espectro político prefería una ley imperfecta a la inexistencia de sanción. Las críticas cruzadas no se hicieron esperar. Desde el Frente Amplio se acusó a la derecha de una "voltereta", mientras que el candidato republicano, José Antonio Kast, culpó al gobierno de recurrir a la "mala política" por intereses electorales. Por su parte, Paula Daza, vocera del comando de Evelyn Matthei, cuestionó la falta de equidad de la propuesta, preguntándose si el gobierno veía "un riesgo del punto de vista político".
La discusión sobre el monto de la multa —que podría llegar a las 3 UTM (unos $210.000 pesos)— y sus excusas (enfermedad, distancia, etc.) quedó opacada por una pregunta más profunda que analistas como Jonás Preller han denominado el fenómeno de los "obligados no habituales". La obligatoriedad no solo reincorporó a votantes desencantados, sino que sumó a una masa de ciudadanos con bajo interés en la política, cuyas decisiones son menos ideológicas y más impredecibles.
Este nuevo electorado, que podría representar casi 7 millones de votos, es un enigma. ¿Actuará movido por las encuestas, en un "efecto manada"? ¿O canalizará un descontento social que no se mide en los sondeos tradicionales? La fijación de la clase política con el voto extranjero es, en parte, un intento por encontrar una variable conocida dentro de esta gran incertidumbre.
El debate sobre la multa, por tanto, no ha concluido. Aunque el Servel aclaró que hay plazo para legislar hasta días antes de la elección, la herida política sigue abierta. El episodio no solo definió el costo monetario de la abstención; reveló el precio que los partidos están dispuestos a pagar por el poder, adaptando principios y discursos al vaivén de un electorado que ya no controlan y apenas comienzan a comprender.