La asistencia del Presidente Gabriel Boric a la cumbre BRICS y la posterior guerra de aranceles desatada por Estados Unidos no son hechos aislados. Son las primeras señales claras de que la era de la neutralidad cómoda para Chile ha terminado. El país, cuya prosperidad se construyó sobre una política exterior de apertura comercial y pragmatismo, ahora enfrenta una presión ineludible para definirse en un tablero global que se reordena en dos grandes bloques. La decisión que se tome, o que se evite tomar, determinará la identidad y la economía del país para la próxima década.
El futuro inmediato no será de grandes alineamientos, sino de control de daños. La estrategia chilena consistirá en un intento de equilibrio forzado, buscando mitigar las presiones de Estados Unidos sin cerrar las puertas a las oportunidades que ofrece el bloque BRICS+. En la práctica, esto significa una diplomacia de dos caras.
Por un lado, el gobierno intensificará el lobby en Washington para negociar excepciones arancelarias, como ya ocurrió con el cobre. Se buscará activar todas las redes, desde el embajador hasta los gremios empresariales, para demostrar que Chile es un socio confiable para EE.UU. y no una amenaza. El éxito de esta gestión dependerá de la volatilidad de la política estadounidense, un factor de alta incertidumbre.
Por otro lado, Chile acelerará discretamente su acercamiento comercial con los miembros de BRICS+. Se buscará diversificar los mercados para las exportaciones no tradicionales y atraer inversiones para proyectos de infraestructura y energía desde el Nuevo Banco de Desarrollo del bloque. Este doble juego generará una fuerte polarización interna. La oposición acusará al gobierno de arriesgar la relación con un socio histórico por una aventura ideológica, mientras el oficialismo defenderá la necesidad de una mayor autonomía estratégica.
El equilibrio se volverá insostenible. La presión de ambos bloques para una mayor lealtad forzará a Chile a tomar una decisión estratégica. Este será el verdadero punto de inflexión, donde se barajarán tres futuros posibles.
Para mediados de la próxima década, la decisión tomada habrá moldeado una nueva identidad para Chile en el mundo. Si eligió el camino occidental, será un "ancla democrática" para Estados Unidos en una Sudamérica volátil, con una economía integrada en cadenas de suministro seguras pero quizás menos dinámicas. Si giró hacia BRICS+, será un puente comercial entre Asia y América Latina, con una economía dependiente de la demanda de materias primas de China e India, y una política exterior condicionada por los intereses de ese bloque. Si logró convertirse en una "potencia nicho", será visto como un actor especializado y neutral, un modelo de adaptación inteligente para países pequeños en un mundo de gigantes.
La historia de la política exterior chilena es cíclica. Pasó de un alineamiento forzado durante la Guerra Fría a un pragmatismo abierto en la era de la globalización. Ahora, el ciclo regresa a un escenario de bloques. La principal tendencia es el fin de la neutralidad. El mayor riesgo es la parálisis: no elegir y terminar siendo castigado por ambos lados. La oportunidad, aunque difícil, es aprovechar esta encrucijada para forjar, por primera vez en décadas, una estrategia nacional clara y de largo plazo.