Lo que comenzó como una moción parlamentaria impulsada por el Frente Amplio, hace más de dos meses, ha escalado hasta convertirse en un punto de quiebre en el debate público chileno. La aprobación en general, el pasado 15 de julio en la Comisión de Trabajo de la Cámara de Diputados, del proyecto que busca eliminar el tope de 11 años para la indemnización por años de servicio, sacó la discusión de los pasillos del Congreso y la instaló en el centro de la agenda económica y política. La propuesta, resumida en la consigna “año trabajado, año pagado”, postula que limitar la compensación por despido es una arbitrariedad que desprotege a los trabajadores con mayor antigüedad.
El diputado Diego Ibáñez, uno de sus principales promotores, argumentó durante la tramitación que “no hay una relación argumental sólida, jurídica, que sostenga que 11 años es lo que se le debe pagar a los trabajadores”. Según sus cifras, la medida beneficiaría principalmente al 17% de la fuerza laboral con más de una década de antigüedad en una misma empresa, un grupo concentrado mayoritariamente en grandes compañías.
Sin embargo, lo que para sus defensores es un acto de justicia laboral, para un amplio espectro de economistas, gremios y autoridades de gobierno es una medida que, aunque bien intencionada, podría tener efectos contraproducentes en un mercado laboral ya debilitado.
La reacción no se hizo esperar. Desde la Confederación de la Producción y del Comercio (CPC), su presidenta, Susana Jiménez, calificó la iniciativa como “preocupante”, recordando que en Chile “hay casi un millón de personas que quieren trabajar y no logran encontrar empleo”. El argumento central del sector empresarial es que la medida encarece el costo de la desvinculación, lo que, por extensión, desincentiva la contratación formal e indefinida.
Esta visión es compartida por el ministro de Hacienda, Mario Marcel, quien, marcando distancia con los parlamentarios oficialistas, advirtió que la propuesta podría derivar en “aún más contratos a plazo fijo, aún más rotación laboral”.
El análisis técnico de diversos expertos refuerza esta cautela. Juan Bravo, del Observatorio del Contexto Económico de la UDP (OCEC-UDP), precisa que el universo de beneficiarios es más acotado de lo que se piensa. La indemnización solo aplica para despidos por “necesidades de la empresa” o desahucio, causales que en 2024 representaron apenas el 19% del total de los términos de contrato. Mauricio Tejada, académico de la misma casa de estudios, advierte que la medida crea una división entre “insiders” (trabajadores con empleo estable, que se benefician) y “outsiders” (desempleados y temporales), quienes enfrentarían mayores barreras para acceder a un trabajo formal.
El abogado laboral Gabriel Halpern Mager añade otra capa al debate, señalando que cambiar las reglas del juego de forma retroactiva podría atentar contra la certidumbre jurídica, un pilar clave para la inversión.
Este debate no ocurre en el vacío. Las cifras de los últimos meses pintan un panorama complejo. Con una tasa de desempleo estancada en torno al 8,9% (y un preocupante 9,9% para las mujeres), la economía chilena mostró una creación de empleo casi nula en el último año móvil: solo 141 nuevos puestos de trabajo netos, según datos de julio de 2025. Editoriales y columnas de opinión han comparado la situación con la de una “rana en agua hirviendo”, donde el deterioro ha sido gradual pero constante.
Este estancamiento se atribuye a una combinación de factores. Por un lado, un bajo crecimiento económico que limita la capacidad de inversión de las empresas. Por otro, un aumento sostenido de los costos laborales producto de políticas recientes como la implementación de la jornada de 40 horas, el alza del salario mínimo y el incremento de la cotización previsional. Para muchos analistas, como el economista Rolf Lüders, sumar la eliminación del tope a la indemnización sería agregar más presión a un sistema ya tensionado, especialmente para las PYMEs.
La discusión ha abierto la puerta a repensar el sistema de protección al cesante en su totalidad. No todo es un “sí” o un “no” a la propuesta actual. Han surgido modelos alternativos que buscan un equilibrio entre seguridad y flexibilidad.
El centro de estudios Pivotes, por ejemplo, ha propuesto reemplazar el sistema actual por un mecanismo a todo evento, financiado a través de una cuenta de ahorro individual propiedad del trabajador. Esta se nutriría de cotizaciones mensuales del empleador y permitiría al trabajador acceder a los fondos independientemente de la causa de término del contrato, eliminando la incertidumbre y los litigios.
Por su parte, el economista Víctor Salas (USACH) ha sugerido la creación de un fondo específico para la indemnización, separado del seguro de cesantía, reconociendo el valor que los trabajadores le asignan a este dinero como una forma de “ahorro” forzoso.
Actualmente, el proyecto de ley sigue su curso en el Congreso, pendiente de su discusión en particular, donde se definirán los detalles finos. El gobierno no ha comprometido su apoyo total, lo que augura una tramitación compleja y un resultado incierto.
Más allá de la ley misma, la batalla por la indemnización sin límite se ha convertido en un referéndum sobre el futuro del modelo laboral y económico de Chile. Ha expuesto la profunda tensión entre dos visiones: una que prioriza la seguridad y la redistribución como motor de justicia social, y otra que defiende la flexibilidad y la competitividad como condiciones indispensables para la creación de empleo y el crecimiento. La resolución de este conflicto definirá no solo las reglas del finiquito, sino también el rumbo del país en los próximos años.