Han pasado tres meses desde que los misiles indios cruzaron la Línea de Control hacia Pakistán, poniendo al mundo en vilo. Hoy, el estruendo de las explosiones ha sido reemplazado por un silencio tenso y cargado de significado. La crisis de mayo de 2025 no derivó en la guerra total que muchos temían, pero tampoco se disolvió sin consecuencias. Lo que queda es un tablero geopolítico reconfigurado, donde dos potencias nucleares rivales han probado sus límites, exponiendo la fragilidad de la disuasión y estableciendo, a la fuerza, nuevas y peligrosas reglas de enfrentamiento.
La relevancia actual del evento no radica en la crónica del ataque, sino en la decantación de sus efectos. La comunidad internacional observa una estabilización precaria, mientras los analistas intentan descifrar si la doctrina de "represalia masiva" ha sido sustituida por una de "ataques limitados", un juego de alto riesgo con armas atómicas como telón de fondo.
Para comprender el presente, es necesario volver al origen. La espiral de violencia comenzó el 22 de abril, con un atentado que cobró la vida de 26 personas, en su mayoría turistas indios, en la Cachemira administrada por India. Nueva Delhi no tardó en acusar a grupos militantes con base en Pakistán, una imputación que Islamabad negó categóricamente.
La respuesta india llegó en la madrugada del 6 de mayo. Bajo el nombre de "Operación Sindoor", las fuerzas armadas indias lanzaron una serie de ataques con misiles contra lo que describieron como "infraestructura terrorista" en nueve sitios de Pakistán y la Cachemira bajo su administración. La reacción fue inmediata. Pakistán condenó el ataque como un "acto de guerra no provocado" y su Comité de Seguridad Nacional autorizó al ejército a preparar una respuesta "apropiada". En Nueva York, el Secretario General de la ONU, António Guterres, instaba a la "máxima moderación", advirtiendo que "el mundo no puede permitirse una confrontación militar entre India y Pakistán".
Una vez que el humo se disipó, emergieron dos versiones irreconciliables de los hechos, cada una diseñada para su audiencia nacional e internacional.
El Ministerio de Defensa indio fue enfático: la operación fue "centrada, mesurada y de naturaleza no escalatoria". Según su comunicado, los objetivos eran exclusivamente terroristas y se tuvo un cuidado extremo para no atacar instalaciones militares ni civiles pakistaníes. La narrativa india proyecta una imagen de fuerza controlada, de un Estado que ejerce su derecho a la autodefensa contra el terrorismo transfronterizo sin buscar una guerra abierta. El mensaje era claro: India tiene la capacidad y la voluntad de actuar dentro del territorio pakistaní, redefiniendo así sus líneas rojas.
Pakistán presentó una realidad diametralmente opuesta. Calificó el ataque de "cobarde e ilegal" y denunció la muerte de al menos 10 civiles, con reportes posteriores elevando la cifra a 26. Islamabad acusó a India de atacar deliberadamente zonas residenciales, una mezquita y hasta el Proyecto Hidroeléctrico Neelum-Jhelum. Para el gobierno pakistaní, la operación no fue un ataque antiterrorista, sino una agresión directa a su soberanía, utilizando el pretexto del terrorismo para satisfacer "objetivos políticos cortos de miras" del liderazgo indio. Al reservarse el derecho a responder, Pakistán buscó restaurar el equilibrio disuasivo.
Lejos de los comunicados oficiales, los testimonios de los civiles en ambos lados de la frontera pintan un cuadro de miedo y caos, desdibujando las nítidas líneas trazadas por los gobiernos.
Asif, un residente de Muridke en Pakistán, relató a la BBC: "De repente un misil impactó en el suelo (...) Hizo mucho ruido y, después de su impacto, parecía que el cielo se volvía rojo". En Muzaffarabad, capital de la Cachemira pakistaní, Mohammed Waheed describió el pánico: "Los niños lloraban, las mujeres corrían de un lado a otro, buscando refugio".
El sufrimiento no respetó la frontera. En el distrito indio de Poonch, Ruby Kaur murió mientras preparaba un té para su esposo. "Un proyectil de mortero impactó cerca de su casa", contó su tío a la BBC. Estos relatos humanizan el conflicto y siembran una duda incómoda: ¿eran estas las "infraestructuras terroristas" de las que hablaba India, o eran las vidas de civiles las que se interpusieron en el cálculo geopolítico?
La crisis de mayo de 2025 está lejos de estar cerrada. Ha evolucionado hacia una nueva fase de contención. La intervención diplomática y el temor a una escalada nuclear total lograron frenar la espiral bélica, pero la tensión subyacente, arraigada en décadas de conflicto por Cachemira, permanece intacta.
Lo que ha cambiado es la percepción del riesgo. India ha demostrado estar dispuesta a realizar ataques directos en territorio pakistaní, un umbral que antes se consideraba demasiado peligroso cruzar. Pakistán, por su parte, ha reafirmado su postura de responder a cualquier agresión. El resultado es un equilibrio más inestable, una "paz armada" donde ambas naciones ahora deben recalcular constantemente las intenciones y capacidades del otro. El debate ya no es si habrá una próxima crisis, sino cómo se gestionará a la luz de las lecciones, y las cicatrices, que dejó el eco de los misiles de mayo.