A más de dos meses del atentado que casi le cuesta la vida al senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, Colombia transita desde el estupor inicial hacia una compleja resaca política. El 7 de junio de 2025, en un acto de campaña en el barrio Modelia de Bogotá, la violencia irrumpió de la forma más cruda: varios disparos a quemarropa dejaron al político de 39 años en estado crítico. Hoy, mientras Uribe Turbay enfrenta un largo proceso de rehabilitación, el país se ve forzado a confrontar preguntas que van más allá de su recuperación física. El evento no solo reabrió heridas históricas, sino que también se convirtió en un catalizador de las tensiones latentes en la democracia colombiana, poniendo a prueba sus instituciones y exacerbando la fractura entre el gobierno y la oposición.
La respuesta inmediata al atentado fue de unánime condena. Desde el Presidente Gustavo Petro hasta su más férreo opositor, el expresidente Álvaro Uribe Vélez (mentor político de Uribe Turbay, sin lazos familiares), el espectro político cerró filas para repudiar la violencia. Sin embargo, esta frágil unidad se desvaneció rápidamente. La detención de un sicario de apenas 15 años en la escena del crimen desvió el foco hacia una pregunta más profunda y políticamente explosiva: ¿quién dio la orden?
El gobierno de Petro, si bien condenó el hecho y ordenó una investigación exhaustiva, generó controversia al cuestionar públicamente la efectividad del esquema de seguridad del propio candidato. Para la oposición, nucleada en el partido Centro Democrático, esta declaración fue una provocación y un intento de eludir la responsabilidad por el clima de inseguridad que, según ellos, ha fomentado la política de “Paz Total” del Ejecutivo. A medida que las semanas pasaban sin avances significativos en la identificación de los autores intelectuales, el caso se transformó en un arma arrojadiza. La investigación, hoy estancada en el debate público, se ha convertido en el epicentro de una batalla narrativa sobre la seguridad, la legitimidad del gobierno y el estado de la democracia.
Las interpretaciones sobre el atentado y sus consecuencias reflejan la profunda polarización del país:
El atentado contra Miguel Uribe Turbay no puede entenderse sin su denso trasfondo histórico. Su propia biografía está marcada por la tragedia: su madre, la periodista Diana Turbay, fue secuestrada y asesinada en 1991 por orden de Pablo Escobar. Este hecho conecta directamente el presente con la época más oscura de la violencia narcoterrorista, cuando fueron asesinados los candidatos presidenciales Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez.
El ataque actual, ocurrido en plena democracia y tras la firma de los Acuerdos de Paz de 2016 con las FARC, genera una disonancia cognitiva profunda. ¿Es Colombia un país que no logra superar sus ciclos de violencia? ¿O son estas las convulsiones de una sociedad que aún lucha por consolidar una paz estable mientras nuevas y viejas amenazas se reconfiguran? El atentado obliga a una reflexión sobre la fragilidad de la vida en la política colombiana y la persistencia de actores capaces de recurrir al asesinato para influir en el destino de la nación.
Meses después, el caso Uribe Turbay está lejos de cerrarse. Políticamente, se ha convertido en una herida abierta que supura desconfianza. La investigación sobre los autores intelectuales no ha arrojado resultados concluyentes, lo que alimenta todo tipo de teorías y profundiza la crisis de credibilidad en las instituciones. En el plano electoral, la agenda presidencial ha virado drásticamente hacia el debate sobre la seguridad, opacando otras discusiones urgentes. El atentado no solo cambió la vida de un hombre; sacudió los cimientos de la política colombiana, dejando un panorama de incertidumbre y la inquietante certeza de que la democracia en la región sigue siendo un proyecto en permanente construcción y defensa.