Durante años, la “lista Epstein” fue más que una teoría de conspiración para el movimiento MAGA; era un artículo de fe. Simbolizaba la promesa de que Donald Trump, una vez en el poder, expondría la corrupción de una élite global depravada. La expectativa no era solo política, era casi mesiánica: la revelación de la verdad definitiva. Por eso, cuando el Departamento de Justicia, bajo la fiscal general Pam Bondi —una leal a Trump—, emitió un memorando a mediados de julio de 2025, el efecto fue devastador. La conclusión oficial —Jeffrey Epstein se suicidó y no existía una “lista de clientes”— no fue vista como el cierre de un caso, sino como una traición.
La reacción fue inmediata y visceral. Figuras clave del ecosistema mediático de la derecha, como Steve Bannon y Tucker Carlson, junto a influencers y una parte significativa de la base, no aceptaron la versión oficial. Para ellos, el gobierno de Trump estaba participando en el mismo tipo de encubrimiento que esperaban del “Estado profundo”. La promesa de transparencia, reafirmada por la propia Bondi meses antes, se había roto. La narrativa que Trump había utilizado con éxito para atacar a sus oponentes se volvía en su contra. El arma se había girado hacia su creador.
La primera estrategia de Trump fue la contención. A través de su red social, defendió a Bondi y pidió a sus “chicos y chicas” de MAGA que dejaran el tema, calificándolo como un “engaño demócrata”. Pero la dinámica había cambiado. La desconfianza sembrada durante años en las instituciones ahora se aplicaba a su propia administración. El intento de minimizar la controversia solo la avivó.
El conflicto escaló cuando medios como CNN y The Wall Street Journal publicaron nuevas evidencias. Las fotografías y videos inéditos que mostraban una cercanía innegable entre Trump y Epstein en los años 90, junto con la revelación de una supuesta carta personal, hicieron insostenible la postura de simple negación. Cada nueva pieza de información no solo reavivaba el interés mediático, sino que proporcionaba munición a los rebeldes dentro de su propio movimiento. Elon Musk, actuando como un catalizador externo, usó su plataforma para acusar directamente a Trump, dando a la disidencia interna una voz de alto perfil. Trump se encontró en una posición inédita: atrapado entre los ataques de sus adversarios y la insurrección de sus aliados.
Encorralado, Trump recurrió a su manual de crisis: cambiar el campo de batalla. Dejó de intentar calmar a su base sobre Epstein y lanzó una ofensiva total contra Barack Obama, acusándolo de “traición” por la investigación de la trama rusa en 2016 y difundiendo un video deepfake de su arresto. Esta maniobra no es solo una distracción; es un intento de recalibrar la lealtad de MAGA, sustituyendo una conspiración (Epstein) que lo daña por otra (Obamagate) que lo victimiza y unifica a la base contra un enemigo común. El éxito o fracaso de esta estrategia definirá el futuro del movimiento.
Se abren tres escenarios probables a mediano plazo:
El caso Epstein ha dejado de ser una historia sobre un financiero pedófilo. Se ha transformado en una prueba de estrés para el trumpismo, revelando que su mayor fortaleza —la capacidad de movilizar a sus seguidores con narrativas alternativas— es también su mayor vulnerabilidad. La verdad, o la percepción de ella, se ha convertido en un campo de batalla interno, y el resultado determinará si el movimiento se refunda, se fractura o arrastra al sistema político a un territorio aún más peligroso.