Hace unos meses, la conversación sobre la inteligencia artificial se centraba en su capacidad para generar textos e imágenes, desatando un debate urgente sobre el plagio, la desinformación y el futuro del trabajo creativo. Hoy, superada la sorpresa inicial, emerge una transformación más profunda y silenciosa: la IA no solo está creando contenido nuevo, sino que está reescribiendo activamente nuestra relación con el pasado.
La discusión ha madurado. Ya no se trata solo de si un chatbot puede aprobar un examen de historia, sino de su nuevo rol como un poderoso mediador cultural, un arqueólogo digital que desentierra y reinterpreta los vestigios de nuestra memoria colectiva. Esta evolución plantea una pregunta fundamental que va más allá de la tecnología: ¿estamos democratizando el acceso a la historia o automatizando el proceso de olvidar cómo pensar críticamente sobre ella?
El ejemplo más elocuente de este nuevo paradigma es Aeneas, una herramienta de inteligencia artificial desarrollada por Google DeepMind. Lejos de ser un simple buscador, Aeneas funciona como un epigrafista digital. Al analizar imágenes y transcripciones de inscripciones latinas fragmentadas, es capaz de restaurar textos perdidos, proponer fechas de origen con rangos de probabilidad y atribuir su procedencia geográfica con una precisión que sorprende a los expertos.
Según detallan publicaciones como Nature y WIRED, su verdadero poder no radica en reemplazar al historiador, sino en potenciarlo. En estudios controlados, la colaboración entre humanos y Aeneas superó consistentemente el rendimiento de ambos por separado. La IA puede rastrear patrones y conexiones sutiles a través de miles de documentos —una tarea que a un humano le llevaría días o semanas—, liberando a los investigadores para que se concentren en la interpretación y el análisis. Como señaló un historiador que probó la herramienta, "me habría llevado un par de días encontrar esos textos y en cambio tardé 15 minutos".
Aeneas no ofrece respuestas absolutas, sino que cuantifica la incertidumbre, presentando hipótesis con un respaldo probabilístico. Esto representa un avance significativo, pues convierte a la IA en una herramienta para explorar la complejidad del pasado, no para simplificarla.
Sin embargo, mientras herramientas especializadas como Aeneas prometen una colaboración virtuosa, el uso masivo de la IA generativa en la vida cotidiana presenta un panorama distinto y más ambiguo. La historiadora y filósofa australiana Marnie Hughes-Warrington advierte que la mayoría de las "historias" que consumimos ya no son producidas por humanos. "Tu historial en internet no lo escribe una persona sino tu móvil", afirma. Cada álbum de fotos que nuestro teléfono organiza automáticamente es un pequeño acto de curaduría histórica realizado por un algoritmo.
El problema, según Hughes-Warrington, reside en el estilo de esta nueva narrativa. La IA rara vez usa la palabra "quizás". Sus textos suenan seguros, contundentes y desprovistos de la duda metódica que caracteriza al pensamiento histórico. Esto crea una ilusión de objetividad que puede ser engañosa. Además, existe un riesgo tangible de homogeneización cultural. Los algoritmos, entrenados con los datos más abundantes, tienden a privilegiar temas populares como la Segunda Guerra Mundial o el antiguo Egipto, a menudo con un sesgo estadounidense, dejando en la sombra innumerables otras historias.
Esta estandarización no solo afecta los temas, sino también el tono. Se está consolidando un "estilo ChatGPT": correcto, funcional, pero impersonal y uniforme. La máquina, en su afán de eficiencia, aplana la riqueza y diversidad de la experiencia humana.
Frente a este escenario, ha comenzado a articularse una corriente de "disidentes de la IA". No se trata de un rechazo tecnofóbico, sino de una defensa consciente del pensamiento crítico. Un número creciente de estudiantes universitarios, como los perfilados por el diario El País, están optando por limitar o abandonar el uso de estas herramientas para sus trabajos. "No podía recordar la última vez que había escrito algo por mí misma", confesó una estudiante, resumiendo el sentir de muchos: una sensación de pereza intelectual y una pérdida de la capacidad creativa y analítica.
Estos jóvenes distinguen claramente entre usar un buscador como Google, que exige al usuario la tarea de buscar, seleccionar y sintetizar información de múltiples fuentes, y pedirle a un chatbot una respuesta ya elaborada. El segundo camino, aunque más rápido, elimina el ejercicio cognitivo fundamental de construir un argumento propio. "El pensamiento crítico es como un ejercicio. Si dejas de hacerlo, tu cuerpo lo olvida y pierdes el talento", advierte una de las estudiantes.
Esta preocupación resuena con las ideas del escritor Nicholas Carr, quien en su libro The Shallows ya alertaba sobre cómo internet estaba reconfigurando nuestros cerebros para favorecer la eficiencia sobre la profundidad. La IA generativa parece acelerar esta tendencia de forma exponencial.
El debate, por tanto, ya no está en si la IA es buena o mala, sino en qué tipo de relación queremos establecer con ella. El cineasta y escritor Luis López Carrasco ofrece una perspectiva provocadora: "Somos cíborgs desde que se inventaron las gafas". Nuestra simbiosis con la tecnología no es nueva. La escritura misma fue una prótesis para la memoria.
La diferencia crucial hoy es la autonomía y la escala de esta nueva herramienta. La IA no es una simple extensión de nuestras capacidades; es un agente que aprende, razona y actúa, moldeando sutilmente nuestra visión del mundo y de nosotros mismos.
La historia de la inteligencia artificial como arqueólogo está lejos de concluir. Nos encontramos en una encrucijada. Por un lado, la posibilidad de un acceso sin precedentes al conocimiento, de descubrir conexiones ocultas y democratizar la investigación. Por otro, el riesgo de delegar una de las tareas más humanas y formativas: el esfuerzo de recordar, cuestionar e interpretar nuestro propio pasado. La pregunta que queda abierta es si usaremos esta poderosa herramienta para aumentar nuestra memoria o para externalizarla hasta el punto del olvido.