A fines de agosto de 2025, los nombres de María Ignacia González y Carlos Ancapichun ya no resuenan como simples alertas de presunta desgracia. Se han convertido en los ejes de un debate incómodo y necesario sobre la equidad. Lo que comenzó a mediados de junio como dos casos de adultos mayores desaparecidos en distintas regiones del país —uno en el Maule, el otro en Los Lagos— ha madurado hasta convertirse en un espejo que refleja las fracturas en la respuesta institucional del Estado chileno. La pregunta que hoy persiste no es solo dónde están, sino por qué la búsqueda de uno pareció importar más que la del otro.
La noche del 15 al 16 de junio, en medio de un fuerte sistema frontal, se perdió el rastro de María Ignacia González, concejala de 73 años de Villa Alegre. Figura pública, descrita por la delegada presidencial de Linares, Aly Valderrama, como “una dirigenta conocida, muy querida”, su desaparición activó de inmediato un operativo considerable. La Policía de Investigaciones (PDI) desplegó a la Brigada de Homicidios, se revisaron cámaras y se tomaron declaraciones.
La atención mediática fue instantánea y sostenida. A los pocos días, el 20 de junio, su familia emitió un comunicado público, reportado por medios como La Tercera, donde emplazaban al gobierno y al Ministerio Público a “redoblar los esfuerzos” y solicitaron “unidades tácticas y equipos especializados”. La respuesta del Ejecutivo no tardó: la ministra (s) de Seguridad Pública, Carolina Leitao, aseguró que dichos equipos ya estaban trabajando desde el primer momento. La presión familiar, amplificada por los medios, garantizó que el caso se mantuviera en la agenda pública y en la prioridad de las autoridades.
Casi simultáneamente, a más de 800 kilómetros al sur, se desarrollaba otra historia de angustia, pero con una resonancia muy distinta. El 13 de junio, dos días antes de la desaparición de la concejala, Carlos Ancapichun Castro, de 76 años, desapareció en la zona cordillerana de Puyehue. Su camioneta fue encontrada abandonada, pero su búsqueda no generó el mismo despliegue ni la misma cobertura.
El 24 de junio, la familia de Ancapichun rompió el silencio. En declaraciones a Radio Bío Bío, su nieto, Miguel Ojeda, acusó un “trato desigual” en comparación con el caso de la concejala. “Somos todos iguales”, reclamó, apuntando a una respuesta que consideraba tardía. Aunque agradecía la eventual instalación de un campamento del GOPE de Carabineros, sentía que la urgencia no había sido la misma. La intervención de su familia, al trazar un paralelo explícito con el caso del Maule, fue lo que finalmente visibilizó su situación a nivel nacional.
La yuxtaposición de ambos casos obliga a una reflexión crítica que va más allá de la gestión de emergencias. Expone una disonancia fundamental entre el principio de igualdad ante la ley y la práctica institucional.
Hoy, ambos casos siguen sin una resolución definitiva sobre el paradero de los desaparecidos. Sin embargo, han dejado una consecuencia visible y profunda: la instalación de un debate sobre la necesidad de estandarizar los protocolos de búsqueda para que el despliegue de recursos sea equitativo y no dependa de la notoriedad o influencia de la víctima. Organizaciones de la sociedad civil y parlamentarios han comenzado a discutir la creación de un sistema unificado que garantice una respuesta estatal igualitaria.
La desaparición de una concejala no solo desnudó la vulnerabilidad de una adulta mayor, sino que, al ponerse en contraste con la de otro ciudadano, terminó por acusar una desigualdad estructural que el país aún debe resolver.