Han pasado más de dos meses desde que un video de TikTok, de apenas unos segundos, mostrara al Ministro de Agricultura, Esteban Valenzuela, comprando paltas en una feria de Rancagua. Lo que comenzó como una anécdota viral —un ciudadano increpando a una autoridad por supuestamente preferir a un vendedor informal o "colero"— se ha decantado en un debate profundo y aún no resuelto. La controversia trascendió la compra misma para convertirse en un espejo de las contradicciones de Chile: un país que promueve la formalidad desde sus instituciones, pero cuya ciudadanía, incluidos sus líderes, navega a diario en las aguas grises de la economía informal.
El incidente no se cerró con las disculpas ni las explicaciones. Por el contrario, maduró hasta exponer una fractura sistémica entre el discurso político, las exigencias gremiales y la realidad cultural y económica de las ferias libres, un pilar en la vida de millones de chilenos.
La reacción de los gremios fue inmediata y categórica. La Cámara Nacional de Comercio (CNC) y la Multigremial Nacional no vieron a un ciudadano comprando fruta, sino a un ministro de Estado validando la competencia desleal. "Uno esperaría que un ministro diera el ejemplo, adquiriendo productos en puestos establecidos", sentenció José Pakomio, presidente de la CNC. Para ellos, el gesto del ministro socavaba la lucha contra la informalidad, un problema que, según sus cifras, representa una pérdida fiscal millonaria y perjudica a quienes sí cumplen con patentes e impuestos.
En la vereda opuesta se instaló la defensa del ministro y su cartera. Inicialmente, el Ministerio de Agricultura argumentó un simple desconocimiento: Valenzuela "no tenía certeza del estatus del vendedor". Más tarde, el propio ministro ahondó en una realidad incómoda pero innegable: "No dan boletas en la feria, ni los puestos formales, ni en los puestos informales". Con esta declaración, Valenzuela no solo se defendía, sino que apuntaba a una verdad estructural. La feria libre, ese espacio vital de abastecimiento y cultura popular, opera con códigos propios, donde la formalidad tributaria es, en el mejor de los casos, difusa.
Aquí reside la primera disonancia cognitiva: ¿es posible exigir a un ciudadano —aunque sea ministro— que actúe como un fiscalizador en una transacción cotidiana, o es el sistema el que tolera y normaliza esta ambigüedad?
La controversia escaló rápidamente al terreno político. La UDI, a través del diputado Felipe Donoso, llevó el caso a la Comisión de Hacienda de la Cámara, solicitando un oficio al Servicio de Impuestos Internos (SII) para investigar una presunta evasión. El argumento fue directo: Valenzuela, exalcalde de Rancagua, "conoce perfectamente la feria" y no podía alegar ignorancia. El debate se desplazó así desde la economía hacia la probidad y la confianza institucional.
La pregunta que quedó flotando en el aire fue si el acto del ministro constituía una falta ética. ¿Debe una autoridad ser coherente con el discurso del Estado en cada uno de sus actos privados? Para los críticos, la respuesta es un sí rotundo. La compra, aunque menor en monto, representaba una doble moral: promover políticas de formalización en el discurso público mientras se participa de la informalidad en la esfera privada. Para sus defensores, se trataba de una sobrerreacción que buscaba instrumentalizar políticamente un gesto trivial, desconociendo la naturaleza misma de los espacios populares como las ferias.
El propio ministro admitió no descartar haberle comprado a un informal, un acto de sinceridad que, sin embargo, no calmó las aguas. La polémica demostró cuán sensible es la ciudadanía a cualquier señal de inconsistencia por parte de sus autoridades, especialmente cuando el gobierno impulsa reformas tributarias y de formalización económica.
A casi 90 días del incidente, el tema ha perdido la urgencia mediática, pero sus ecos persisten. La investigación solicitada al SII no ha arrojado resultados públicos concluyentes, y es probable que nunca lo haga. El verdadero resultado no es una sanción, sino la visibilización de una tensión latente.
El caso de "la palta del ministro" no está cerrado porque el problema que destapó es estructural. Reveló que la frontera entre lo formal y lo informal en Chile no es una línea clara, sino una zona porosa que todos, de una u otra forma, transitamos. La anécdota dejó de ser sobre Esteban Valenzuela para convertirse en una pregunta incómoda para la sociedad chilena: ¿cuántos de nosotros exigimos formalidad al resto mientras buscamos el mejor precio en la feria, sin preguntar por la boleta? El incidente no ofreció respuestas, pero sí formuló la pregunta con una claridad brutal, obligando a una reflexión crítica sobre la coherencia entre lo que predicamos como país y lo que practicamos como ciudadanos.