Hace poco más de dos meses, un escándalo sacudió a La Serena: una auditoría en el cementerio municipal de Las Compañías reveló la desaparición de 15 cadáveres. No se trataba de un robo macabro, sino de un colapso administrativo. Los cuerpos, que debían ser reubicados en un osario, simplemente no estaban. En su lugar, se encontraron 31 restos sin identificación ni respaldo documental. La querella criminal presentada por la alcaldesa Daniela Norambuena por delitos como "inhumación ilegal" y "ultraje de cadáver" no es solo una acción legal; es el reconocimiento de una fractura profunda en el contrato social: el Estado, a través de sus municipios, ya no puede garantizar un reposo digno y seguro para sus muertos.
Este evento, lejos de ser un caso aislado, es el síntoma más visible de una crisis latente en la gestión del patrimonio funerario chileno. Una crisis que ha obligado a la sociedad a buscar, por fuera de los canales institucionales, nuevas formas de procesar el duelo, honrar a sus difuntos y preservar la memoria.
Mientras la burocracia fallaba en La Serena, en el Cementerio General de Santiago, Anita Córdova llevaba meses librando su propia batalla contra el abandono. Su iniciativa, Alma Olvidada Chile, nació de un impulso personal al ver una tumba en ruinas junto a la de su padre. "Me pregunté quién era esa persona", relató a la prensa. Averiguó su nombre, Gilberto Reyes, y le mandó a hacer una lápida. Lo que comenzó como un gesto individual se transformó en una misión: restaurar sepulturas olvidadas, muchas de ellas de personas comunes, sin apellidos ilustres, borradas por la desidia.
El trabajo de Córdova, reconocido por la Fundación Mujer Impacta, no es solo una labor patrimonial. Es un acto político y profundamente humano. Al limpiar una lápida y grabar un nombre, le dice a la sociedad: "Tú exististe, fuiste parte de esta historia, y no serás olvidado". Su acción pone en evidencia que la memoria no es solo responsabilidad del Estado, sino un ejercicio activo de la comunidad. Es la ciudadanía reclamando la dignidad que las instituciones han dejado de proveer.
La crisis de los espacios tradicionales para humanos ha coincidido con la consolidación de un nuevo integrante en la familia chilena: la mascota. El dolor por su partida, antes un asunto privado y a menudo sin un ritual claro, se ha convertido en una demanda social y sanitaria. Los "cementerios clandestinos de mascotas" mencionados por el Presidente Gabriel Boric en su última Cuenta Pública son la prueba de una necesidad desatendida.
La respuesta del gobierno, con el anuncio de una línea de financiamiento piloto para cementerios municipales de mascotas, marca un punto de inflexión. El Estado reconoce oficialmente que el vínculo afectivo trasciende la especie y que el duelo por un animal de compañía requiere un espacio físico y simbólico. Esta medida, que podría parecer menor, refleja una transformación cultural profunda: la expansión del concepto de familia y, con ello, la necesidad de rituales de despedida inclusivos. El mercado privado ya había detectado esta tendencia, pero la entrada del sector público legitima y masifica esta nueva forma de memoria.
Si los cementerios físicos muestran signos de deterioro y abandono, la memoria colectiva ha encontrado un nuevo refugio: el espacio digital. La iniciativa "Funerales de Chile", lanzada por la Funeraria Hogar de Cristo, es un ejemplo elocuente de esta migración. A raíz del impacto mediático del funeral del expresidente Sebastián Piñera, la empresa decidió crear un archivo digital con las historias de 60 despedidas emblemáticas del país, desde Gabriela Mistral hasta Carlo de Gavardo.
Este proyecto, que reconstruye con testimonios y archivos de prensa los rituales fúnebres de figuras clave, hace más que preservar la historia. Ofrece una nueva forma de participación en el duelo colectivo. Ya no es necesario estar físicamente presente en un cortejo para ser parte del recuerdo. La memoria se vuelve accesible, permanente y navegable. Una empresa privada, motivada por su propia historia y rol en la sociedad, asume una función de curaduría cultural que antes correspondía a museos o archivos nacionales. El resultado es un contrapeso a la fragilidad del espacio físico: mientras las lápidas se agrietan, los relatos digitales se conservan intactos.
La situación actual es un mosaico complejo. Por un lado, la negligencia estatal en La Serena genera una justificada alarma y dolor. Por otro, la resiliencia ciudadana de Anita Córdova, la adaptación política a nuevas sensibilidades como el duelo por las mascotas y la innovación comercial de los archivos digitales, demuestran la capacidad de la sociedad para reinventar sus ritos.
El tema no está cerrado; está en plena evolución. La pregunta sobre quién debe custodiar la memoria —el Estado, la comunidad, el mercado— sigue abierta. Lo que es claro es que el modelo tradicional ha caducado. El descanso eterno ya no es un servicio garantizado, sino un espacio en disputa y reconstrucción, donde los chilenos están forjando activamente las nuevas formas en que recordarán y serán recordados.