La crisis que enfrenta el gobernador de Santiago, Claudio Orrego, ha dejado de ser un asunto sobre contratos de coaching o tratos directos. Se ha convertido en el primer gran laboratorio del poder regional en Chile. Las acusaciones de Contraloría y la solicitud de destitución presentada por la oposición no solo ponen en jaque a una figura política; están forzando al límite el diseño institucional de las gobernaciones, un modelo aún en su infancia. Lo que se decida en los tribunales y en el Congreso en los próximos meses definirá el alcance real de la descentralización para la próxima década.
El futuro inmediato de la Gobernación Metropolitana, y por extensión de todas las demás, depende de la sentencia del Tribunal Calificador de Elecciones (Tricel). Los consejeros de oposición basan su requerimiento en dos causales: notable abandono de deberes y faltas graves a la probidad. La interpretación que el Tricel haga de estos conceptos será decisiva.
Un factor de incertidumbre clave es la investigación penal paralela. Una eventual formalización de Orrego por parte de la Fiscalía podría cambiar drásticamente el escenario, aún si el Tricel lo absuelve.
Independientemente del veredicto, el caso Orrego ha revelado una tensión estructural en el diseño de los gobiernos regionales. Un gobernador con un mandato ciudadano fuerte y control sobre un presupuesto significativo se enfrenta a un consejo fragmentado cuyo principal poder de fiscalización es la opción "nuclear" de la destitución. Esta dinámica es insostenible a largo plazo.
El futuro más probable es una reforma legal correctiva. El Congreso se verá obligado a legislar para evitar que esta crisis se repita en otras regiones. La discusión se centrará en:
Si no hay acuerdo político para esta reforma, el escenario alternativo es una guerra de trincheras institucionalizada. Los gobernadores actuarían con una cautela paralizante para no dar municiones a sus opositores, mientras los consejos se dedicarían a la búsqueda de errores administrativos en lugar de a la colaboración estratégica. El resultado sería la parálisis y el descrédito de la descentralización.
Esta crisis está destinada a cambiar la forma en que se concibe y ejerce el poder regional. La figura del gobernador, vista por algunos como una potencial plataforma presidencial, ahora se revela como un cargo de alta exposición y vulnerabilidad. Cualquier gobernador con aspiraciones nacionales será sometido a un escrutinio implacable, donde la gestión administrativa se convierte en un campo de batalla político.
A largo plazo, podríamos ver una profesionalización forzada de los roles. Los gobernadores necesitarán equipos jurídicos y administrativos más robustos para blindar su gestión. A su vez, los consejeros regionales deberán pasar de la denuncia mediática a la fiscalización técnica y documentada para que sus acciones tengan peso legal.
En síntesis, el caso Orrego es el primer examen de estrés real del andamiaje regional chileno. Más que determinar el futuro de un político, su resolución establecerá las reglas no escritas del poder regional. La gran pregunta es si este conflicto conducirá a un fortalecimiento institucional que equilibre poder y control, o si inaugurará una era de judicialización y bloqueo político que termine por vaciar de contenido la promesa de la descentralización.