En los últimos meses, la conversación pública ha estado dominada por los avances exponenciales de la inteligencia artificial (IA). Sin embargo, detrás de las interfaces conversacionales y las asombrosas capacidades generativas, se esconde una realidad física y voraz. La carrera por la superinteligencia, liderada por titanes como Meta, Google, Microsoft y xAI de Elon Musk, no se libra solo en el código, sino en la construcción de una infraestructura sin precedentes que consume energía y recursos a una escala que desafía los paradigmas actuales.
A mediados de julio, Mark Zuckerberg, CEO de Meta, anunció planes para construir centros de datos de una escala nunca antes vista, con capacidades que se medirán en gigavatios, equivalentes a la energía necesaria para alimentar ciudades enteras. El primero, bautizado como Prometheus, estará operativo en 2026. Este anuncio no es un hecho aislado, sino la punta del iceberg de una tendencia global: la infraestructura que sostiene la IA requiere una cantidad de electricidad y agua que las redes eléctricas y las fuentes hídricas actuales simplemente no pueden suministrar de manera sostenible.
La Agencia Internacional de Energía (AIE) ya proyecta que el consumo eléctrico de los centros de datos podría duplicarse para 2026. En estados como Virginia, en Estados Unidos, estos complejos ya representan más del 25% de la demanda eléctrica. Pero el costo no es solo energético. Como han denunciado comunidades en Georgia, la construcción y operación de estos centros impacta directamente en los recursos hídricos locales, afectando la calidad y disponibilidad del agua para los residentes, un testimonio del conflicto directo entre el progreso digital global y la vida cotidiana local.
Frente a este dilema —la necesidad de energía masiva, constante y, preferiblemente, baja en carbono—, la industria tecnológica ha encontrado una solución tan potente como polémica: la energía nuclear. A principios de junio, Meta cerró un acuerdo con Constellation Energy para revivir y alimentar sus operaciones de IA con la energía de la planta nuclear de Clinton, en Illinois, una central que estaba destinada al cierre. Microsoft había hecho un movimiento similar meses antes para reactivar una unidad en Three Mile Island.
La apuesta es clara. A diferencia de las energías renovables como la solar o la eólica, cuya generación es intermitente, la energía nuclear ofrece un flujo de electricidad constante (carga base), 24/7, y sin emitir dióxido de carbono durante su operación. Para una industria que necesita mantener en funcionamiento ininterrumpido millones de servidores, esta fiabilidad es un activo invaluable. Los líderes tecnológicos presentan esta opción como una solución pragmática y responsable para conciliar el crecimiento exponencial de la IA con los objetivos de descarbonización.
Sin embargo, esta resurrección nuclear reabre un debate que parecía estar en vías de resolverse en muchas partes del mundo. Las preocupaciones sobre la seguridad de los reactores, la gestión a largo plazo de los residuos radiactivos y los altos costos de construcción y desmantelamiento vuelven a la palestra. La carrera por la superinteligencia nos obliga a sopesar si el avance tecnológico justifica el retorno a una fuente de energía con riesgos inherentes y un legado ambiental complejo.
Aunque Chile no tiene centrales nucleares y su debate se ha mantenido en un plano teórico, los efectos de esta carrera global resuenan con fuerza en el territorio nacional. La transición energética que la IA acelera —sea a través de reactores nucleares, granjas solares o parques eólicos— depende de manera crítica de minerales como el cobre y el litio.
Empresas chilenas como Schwager, con su historia ligada al carbón y ahora reinventada como proveedora de la minería, reflejan esta nueva realidad. Su expansión a mercados como Argentina se fundamenta en la creciente demanda de minerales críticos para la transición energética. En este sentido, Chile se posiciona como un actor clave en la cadena de suministro que alimenta la infraestructura física de la IA, lo que presenta tanto una oportunidad económica como un profundo desafío socioambiental en términos de uso de agua, impacto en comunidades y sostenibilidad de la explotación minera.
Al mismo tiempo, el país enfrenta sus propias contradicciones. Mientras el mundo tecnológico mira hacia el átomo, Chile ha apostado por las energías renovables, pero con dificultades evidentes. El caso de Cerro Dominador, la primera planta termosolar de América Latina que ha enfrentado largas paralizaciones por fallas técnicas, demuestra que no hay soluciones energéticas sencillas. La propia ambición de Chile de desarrollar capacidades de IA, como el proyecto LatamGPT anunciado por el gobierno, eventualmente chocará con la misma pared: ¿de dónde saldrá la energía para potenciarla?
La situación actual es una encrucijada. La carrera por la superinteligencia ha dejado de ser una abstracción para convertirse en una fuerza que moldea el paisaje físico y geopolítico del planeta. La decisión de los gigantes tecnológicos de abrazar la energía nuclear no es una simple elección de ingeniería, sino una declaración sobre qué tipo de futuro estamos construyendo y a qué costo.
El debate ya no es si la IA transformará el mundo, sino cómo gestionaremos sus consecuencias materiales. La narrativa de un progreso digital inmaterial y limpio se ha desmoronado. Hoy, el avance de la IA está intrínsecamente ligado a la minería, al consumo masivo de agua y a la reapertura de uno de los debates energéticos más polarizantes del siglo XX. El tema no está cerrado; más bien, acaba de empezar. La sociedad global, y Chile como parte integral de ella, debe ahora participar en una conversación crítica sobre el verdadero precio de esta nueva era.