Hace unos meses, la gerenta general del Fondo de Agua Santiago Maipo, Cristina Huidobro, lanzó una advertencia que resuena más allá de la cuenca metropolitana: “Vivimos al día con el tema del agua en Santiago, dependemos de la lluvia y los glaciares, pero no tenemos grandes reservas disponibles”. Esta declaración, que podría parecer una noticia estacional, es en realidad la primera página de un guion que se repite con consecuencias cada vez más graves en todo el mundo.
La ansiedad hídrica de la capital chilena ya no es un problema aislado. Es el reflejo de una crisis estructural que, vista con la distancia de los últimos meses, revela un patrón global. Mientras en Chile se debate la lentitud de la Dirección General de Aguas (DGA) para registrar organizaciones de usuarios —un proceso que en Copiapó tardó 12 años, según la académica Natalia Dasencich—, en otros rincones del planeta, esta inercia institucional ya ha escalado a conflictos abiertos.
Irónicamente, el modelo de gestión de agua chileno es observado con admiración en foros internacionales por su cobertura y continuidad, como se destacó en un encuentro en Colombia. Sin embargo, esta visión externa choca con la realidad interna de una dependencia crítica de glaciares que se derriten a un ritmo de dos metros por año. La disonancia es clara: ¿es nuestro sistema un modelo de resiliencia o un gigante con pies de hielo a punto de quebrarse?
Para entender la escala humana del conflicto, hay que salir de Chile. En la comarca del Órbigo, en León, España, la “modernización” del riego se convirtió en una sentencia para los pequeños horticultores. La comunidad de regantes local, en su afán por optimizar el uso del agua para cultivos extensivos como el maíz, decidió cerrar las antiguas acequias. El resultado: huertos familiares, que por generaciones fueron fuente de sustento, socialización y salud para los mayores, se secaron. “Nos ha usurpado un derecho que tenemos desde tiempo inmemorial, de forma dictatorial”, reclamaba Francisco Catalán, presidente de una asociación de afectados. Del otro lado, Francisco Javier Guerra, presidente de los regantes, argumenta que la modernización es una exigencia y que los huertos urbanos no pueden regirse por las mismas normas que los rústicos. Es la eficiencia industrial contra el derecho consuetudinario.
El conflicto se agudiza en La Huaca, un distrito del norte de Perú. Allí, los habitantes llevan más de una década enfrentados a la industria de la caña de azúcar. Primero fue la contaminación por la quema de cultivos; ahora es la retención de agua del río Chira por parte de la empresa Agroaurora, del Grupo Gloria. En diciembre de 2024, tras un año de sequía, los pobladores intentaron destruir con sus propias manos un dique de la compañía. “El agua está bloqueada allá, y no dejan que lo poco que hay siga para los demás agricultores”, denunció el líder comunitario Juan Carlos Barrientos. La empresa alega tener los permisos en regla y atribuye la escasez a otros factores. Es la lucha de David contra Goliat, donde una comunidad se enfrenta a un gigante corporativo por un recurso que sienten como propio.
Estos casos, sumados a la ansiedad climática que experimentan comunidades como las de Puerto Rico tras el paso de huracanes, demuestran que el impacto no es solo económico, sino profundamente emocional y psicológico. La percepción de abandono institucional y la pérdida de control sobre el entorno generan un trauma colectivo.
La disputa entre México y Estados Unidos por las aguas del río Bravo es el ejemplo más claro de cómo la escasez hídrica está redefiniendo las relaciones internacionales. Un tratado firmado en 1944, cuando el clima y la demografía eran otros, obliga a México a enviar un volumen de agua anual a EE.UU. Hoy, con una sequía devastadora en el estado de Chihuahua, cumplir es casi imposible.
El resultado es una tensión diplomática en toda regla. El expresidente Donald Trump llegó a acusar a México de “robar” agua y amenazó con imponer aranceles. En la práctica, esto se traduce en agricultores texanos como Brian Jones, que solo pueden sembrar la mitad de su finca, y agricultores mexicanos que rezan por lluvia mientras ven sus embalses en niveles críticos. La disputa ya ha costado vidas: en 2020, dos personas murieron en enfrentamientos con la Guardia Nacional mexicana por el desvío de agua. El tratado, que para unos es un acuerdo sagrado, para otros es una reliquia obsoleta que no contempla la crisis climática.
Kabul, la capital de Afganistán, ofrece un vistazo aterrador al futuro. La ciudad está al borde de convertirse en la primera capital del mundo en secarse por completo. La sobreexplotación de acuíferos, el crecimiento demográfico descontrolado y el cambio climático han llevado a que casi el 50% de sus pozos se hayan secado. Los expertos de UNICEF predicen que para 2030 podría quedarse sin agua subterránea. La población no solo enfrenta la sed, sino también enfermedades por el consumo de agua contaminada.
Kabul es la advertencia final. Lo que hoy son disputas por derechos de riego en España, protestas contra diques en Perú, tensiones fronterizas en América del Norte o advertencias de expertos en Santiago, podría evolucionar hacia un colapso sistémico. La guerra por el agua, hasta ahora silenciosa, está encontrando su voz en el clamor de las comunidades y en las amenazas de las naciones. El debate ya no es sobre la eficiencia o la gestión, sino sobre la supervivencia. Y en esa discusión, los marcos legales y mentales del siglo XX han demostrado ser insuficientes para el desafío existencial del siglo XXI.