El pasado 1 de agosto, la noticia de la muerte de Daniel Divinsky a los 83 años recorrió el mundo cultural hispanohablante. Sin embargo, para entender la magnitud de su partida, es necesario retroceder exactamente un mes. El 1 de julio de 2025, Ediciones de la Flor, la emblemática editorial independiente que Divinsky cofundó con Ana María “Kuki” Miller, dejó de publicar a Mafalda en Argentina después de 55 años. La muerte de su editor histórico no fue un hecho aislado, sino el epílogo de un drama que redefine el futuro de uno de los mayores íconos culturales de Latinoamérica.
La situación actual es el resultado de una cadena de sucesos. Tras la muerte de Joaquín “Quino” Lavado en 2020, su sobrina y colaboradora cercana, Julieta Colombo, quedó como albacea de su obra, respetando el vínculo con Ediciones de la Flor. Su inesperado fallecimiento en 2023 transfirió los derechos a otros sobrinos del autor, quienes tomaron una decisión de mercado: firmar un acuerdo con el conglomerado Penguin Random House. La mudanza, que en Chile ya se había materializado en 2024 bajo el sello Lumen, se completó en Argentina, dejando a la casa original con una "enorme tristeza", como declaró Miller, y la sensación de que la voluntad de Quino no había sido respetada.
La partida de Divinsky cristaliza el choque entre dos formas de entender el patrimonio cultural. Por un lado, el modelo de Ediciones de la Flor, basado en una relación personal, casi familiar, entre autor y editor. Divinsky y Miller no solo publicaron a Quino; fueron sus amigos, sus cómplices y, durante la dictadura militar argentina, compañeros de riesgo al publicar un catálogo que incluía a autores como Rodolfo Walsh. Su rol era el de guardianes, protectores del espíritu de la obra.
En la vereda opuesta se encuentra la lógica de la gestión de activos culturales a escala global. La decisión de los herederos, aunque no ha sido explicada públicamente, se alinea con una estrategia pragmática: maximizar el alcance y el rendimiento económico de una propiedad intelectual de valor incalculable. Para Penguin Random House, Mafalda es una joya en su corona, con planes de expansión que incluyen traducciones al inglés para conquistar el mercado anglosajón.
Esto plantea una disonancia inevitable: Mafalda, la niña que odiaba la sopa y cuestionaba el capitalismo, el consumismo y el autoritarismo, ahora es gestionada por una de las corporaciones más grandes de la industria cultural. ¿Puede su mensaje crítico sobrevivir intacto dentro de la maquinaria que ella misma criticaría? ¿O su universalización implica, necesariamente, una domesticación de su espíritu contestatario?
Para comprender la encrucijada de Mafalda, es útil mirar hacia nuestro propio patrimonio. El caso de Marcela Paz y Papelucho ofrece un modelo de gestión de legado radicalmente distinto. A 40 años de la muerte de su creadora, Ester Huneeus, su obra es administrada por sus herederos a través de Ediciones Marcela Paz, una entidad que opera con una lógica más cercana a la de una fundación que a la de un negocio a gran escala.
La gestión del legado de Papelucho ha priorizado la preservación del espíritu integral de la autora. Esto incluye la difusión de su labor social, como la fundación del primer Hogar de Ciegos de Latinoamérica (hoy Fundación Luz), y un cuidado casi reverencial por su material inédito. La familia ha sido cautelosa, por ejemplo, con la publicación de los borradores originales de Papelucho, respetando la decisión que la autora tomó en vida. El modelo chileno parece optar por la protección y la coherencia histórica por sobre la expansión comercial agresiva.
La muerte de Daniel Divinsky no es solo el adiós a un editor fundamental; es el cierre simbólico de la era en que Mafalda pertenecía a un círculo de afectos y lealtades. Ahora, huérfana de su creador y de su editor, la niña de pelo negro se enfrenta a un futuro corporativo.
El tema, por tanto, no está cerrado. Ha evolucionado hacia una pregunta más profunda que trasciende a Argentina y resuena con fuerza en Chile y el mundo: ¿A quién pertenecen nuestros íconos culturales una vez que sus creadores ya no están? ¿A sus herederos de sangre, a los editores que los moldearon o al público que los adoptó como propios y les dio vida en el imaginario colectivo? El futuro de Mafalda será la respuesta, y todos seremos sus lectores.