A más de 60 días del amanecer del 18 de junio, cuando seis individuos vulneraron el perímetro del Regimiento de Infantería N°2 Maipo en Valparaíso, la pregunta central ha mutado. Ya no es solo quiénes fueron los autores del audaz robo de dos fusiles de guerra, sino cómo fue posible que ocurriera. El incidente, que se resolvió en apenas cuatro minutos, ha dejado de ser una crónica policial para convertirse en un caso de estudio sobre la vulnerabilidad de las instalaciones de Defensa y la capacidad del Estado para enfrentar a un crimen organizado que parece haber perdido el temor a los símbolos de la fuerza.
La cronología del evento sigue siendo tan simple como alarmante. Seis sujetos, armados únicamente con armas blancas, ingresaron al recinto militar, redujeron a dos conscriptos que realizaban la guardia y les arrebataron sus fusiles de servicio junto con la munición. A las 6:03 AM ingresaron; a las 6:07 AM ya habían huido. No hubo disparos, ni una resistencia que se esperaría de una unidad militar. Los soldados resultaron con lesiones menores y las armas, de alto poder de fuego, desaparecieron.
La respuesta institucional fue inmediata pero bifurcada. Por un lado, el Ministerio Público, a través de la fiscalía SACFI y el equipo ECOH, inició una investigación penal que se mantiene bajo reserva, con diligencias a cargo del OS-9 y Labocar de Carabineros. Por otro, el Ejército abrió un sumario administrativo para determinar responsabilidades internas. Esta doble vía investigativa refleja la complejidad del hecho: un delito común en su ejecución, pero una crisis de seguridad nacional en sus implicancias.
El asalto provocó una reacción en cadena. La entonces ministra de Defensa, Adriana Delpiano, citó a los comandantes en jefe de las tres ramas de las Fuerzas Armadas para una revisión exhaustiva de los protocolos de seguridad en todos los recintos militares del país. Sus declaraciones públicas abrieron un flanco de debate: “Adentro de un regimiento, si se mete alguien a robar, la persona tiene su arma de servicio y puede hacer uso de su arma de servicio. (...) Aquí no se hizo uso”.
Esta afirmación instaló una disonancia incómoda: si los centinelas estaban facultados para usar la fuerza letal, ¿por qué no lo hicieron? ¿Falló el entrenamiento, el criterio, el protocolo o la preparación psicológica de jóvenes conscriptos enfrentados a una agresión sorpresiva? Estas preguntas apuntan a una debilidad que trasciende la seguridad perimetral y se adentra en la formación y doctrina del personal a cargo de la custodia de material bélico.
El delegado presidencial de Valparaíso, Yanino Riquelme, calificó el acto como una muestra de “osadía que no teníamos en otros momentos”, reconociendo un cambio cualitativo en la delincuencia. Esta percepción es consistente con análisis más amplios. Semanas antes del robo, Ignacio Castillo, jefe de la Unidad de Crimen Organizado de la Fiscalía Nacional, advertía que si bien se avanzaba en el combate a las bandas, el país debía prepararse para seguir viendo delitos de alta connotación, reflejo de una criminalidad que mutó hacia formas más violentas alrededor de 2022 y 2023.
El incidente del Regimiento Maipo no puede analizarse de forma aislada. En febrero de este mismo año, un hecho similar ocurrió en el Fuerte Aguayo de la Armada en Concón, donde también se sustrajo un fusil. Ambos eventos dibujan un patrón preocupante: los recintos militares, antes considerados santuarios inexpugnables, son ahora objetivos viables para grupos criminales.
Este fenómeno ocurre en un contexto de debate nacional sobre el rol de las Fuerzas Armadas en seguridad. Mientras se discute un plan de salida para el prolongado Estado de Excepción en la Macrozona Sur —que ha supuesto un desgaste para las instituciones, según advirtió el ex comandante en jefe de la Armada, Juan Andrés de la Maza—, la realidad impone una nueva tarea: la autoprotección. La paradoja es evidente: mientras se les pide colaborar en el orden público externo, su seguridad interna muestra fisuras.
Expertos en seguridad y defensa señalan que el principal activo robado no son solo los fusiles, sino la confianza ciudadana. La imagen de un cuartel vulnerado erosiona la percepción de un Estado capaz de garantizar el monopolio de la fuerza. Las armas robadas, probablemente ya en el mercado negro, alimentan el poder de fuego de organizaciones criminales que, como demostró la desarticulación de una banda colombiana en Santiago en junio, ya manejan munición de guerra.
Hoy, la historia del robo en el Regimiento Maipo sigue abierta. La investigación penal avanza en silencio y aún no hay detenidos públicamente conocidos ni armas recuperadas. La investigación militar interna busca responsables, pero sus conclusiones difícilmente trascenderán los muros del cuartel.
Lo que sí ha cambiado es la conversación. El foco se ha desplazado de la anécdota delictual a la vulnerabilidad sistémica. El endurecimiento de los protocolos es una consecuencia necesaria, pero es solo una parte de la solución. El verdadero desafío, que este evento ha puesto sobre la mesa, es si la estructura de defensa chilena está cultural y doctrinalmente preparada para enfrentar amenazas internas que ya no respetan uniformes ni murallas. El fuerte fue vulnerado, y la reconstrucción de sus defensas, tanto físicas como simbólicas, es una tarea en pleno desarrollo.