Hoy, a principios de agosto de 2025, un silencio tenso reemplaza el estruendo de los misiles que hace poco más de un mes pusieron al mundo al borde de una guerra a gran escala. La confrontación directa entre Irán, Israel y Estados Unidos, que escaló a una velocidad vertiginosa, ha mutado. Ya no se combate con bombardeos, sino con advertencias diplomáticas, realineamientos estratégicos y una presión económica que resuena desde el Estrecho de Ormuz hasta las bolsas de Santiago. Lo que quedó tras el cese al fuego no es paz, sino la evidencia de un nuevo y frágil equilibrio de poder.
Todo comenzó a mediados de junio, cuando Israel, argumentando la necesidad de neutralizar una amenaza nuclear inminente, intensificó sus ataques contra objetivos estratégicos en Irán. La retórica se endureció rápidamente. El ministro de Defensa israelí, Israel Katz, llegó a calificar al líder supremo iraní, Ali Jamenei, como "el Hitler moderno", mientras Teherán respondía con misiles sobre territorio israelí, impactando incluso un hospital en Beersheva.
El punto de inflexión ocurrió el 21 de junio. Tras días de ambigüedad, donde el presidente estadounidense Donald Trump afirmaba tener planes de ataque aprobados pero retenía la orden final, la Casa Blanca lanzó la operación "Martillo de Medianoche". Bombarderos B-2 atacaron tres instalaciones nucleares clave en Irán: Fordow, Natanz e Isfahán. Trump lo calificó como un "momento histórico" y una "operación militar muy exitosa", advirtiendo a Teherán: "Habrá paz o una tragedia".
La respuesta iraní fue casi inmediata. El 23 de junio, misiles balísticos impactaron bases estadounidenses en Qatar e Irak. Fue una represalia calculada: una demostración de fuerza que, significativamente, no causó bajas estadounidenses. El mensaje era claro: Irán podía golpear, pero, por ahora, elegía no escalar hacia una guerra total. El mundo, que había contenido la respiración, exhaló con cautela.
La crisis no solo redefinió las líneas en Medio Oriente, sino que también expuso las fracturas en el escenario global y dentro de las propias potencias.
El impacto más inmediato se sintió en los bolsillos. El precio del petróleo Brent experimentó una volatilidad extrema, con analistas advirtiendo que una escalada mayor, como el cierre del Estrecho de Ormuz, podría llevar el barril sobre los 100 dólares. Los costos de los fletes y los seguros marítimos se dispararon, afectando las cadenas de suministro globales.
Internamente, la crisis agudizó las tensiones en Israel. La presión sobre el gobierno de Benjamin Netanyahu se intensificó, no solo por la guerra en Gaza, sino también por el riesgo de un conflicto regional. En un hecho sin precedentes, más de 600 ex altos mandos de la seguridad israelí, incluyendo exjefes del Mossad y el Shin Bet, enviaron una carta a Donald Trump pidiéndole que interviniera para forzar a Netanyahu a detener la guerra en Gaza, argumentando que los objetivos militares ya se habían cumplido y que solo un acuerdo podría traer de vuelta a los rehenes.
La crisis de junio de 2025 no está cerrada; solo ha cambiado de estado. La disuasión a través de la fuerza bruta ha dado paso a una frágil diplomacia de amenazas. Estados Unidos demostró su capacidad militar, pero también su profunda división interna. Irán probó su voluntad de responder directamente, pero también su pragmatismo para evitar una guerra devastadora. Israel logró un golpe táctico contra el programa nuclear de su archienemigo, pero a un costo diplomático y estratégico aún por calcular.
El ataque ya ocurrió. Sus réplicas, sin embargo, recién comienzan a sentirse en un tablero geopolítico reconfigurado, más inestable y peligroso que antes.