En los últimos tres meses, el paisaje del entretenimiento en Chile ha cristalizado una profunda fractura. Por un lado, una cartelera vibrante de megaeventos con entradas agotadas y un consumo de streaming que alcanza cifras récord. Por otro, el lento desmantelamiento de la industria cultural local: canales de televisión históricos al borde del colapso, una infraestructura de recintos insuficiente y una batalla legal que expone la precariedad de los artistas nacionales en la era digital. A más de 60 días de que estas tendencias comenzaran a hacerse evidentes, la pregunta ya no es si existe una crisis, sino cómo se reconfigurará el acceso y la producción de cultura en un país cuyo ecosistema creativo se ha partido en dos.
El invierno de 2025 será recordado como la temporada de los estadios llenos. Bandas como Los Bunkers marcaron un hito inédito con una residencia de 25 fechas completamente vendidas en el Teatro Nescafé de las Artes, para luego anunciar dos Movistar Arena. En la misma línea, Macha y El Bloque Depresivo, un fenómeno de culto, agendó su primer concierto en el Estadio Nacional. A ellos se suman los anuncios de festivales internacionales como Creamfields, que traerá a gigantes de la electrónica como David Guetta y Deadmau5, y el regreso de Limp Bizkit al Estadio Monumental, ambos con precios que reflejan una alta disposición a pagar por espectáculos de escala global.
Este auge de lo masivo no es casual. Responde a un cambio en los hábitos de consumo consolidados tras la pandemia. Un estudio del SERNAC publicado en junio reveló que siete de cada diez chilenos utiliza al menos un servicio de streaming, con Netflix dominando con casi un 90% de preferencia y un gasto mensual promedio por hogar de $22.809. El público, acostumbrado a un catálogo global e inmediato en sus pantallas, parece buscar experiencias equivalentes en el mundo físico: eventos de alto impacto, reconocibles y, en su mayoría, de carácter internacional o con artistas locales que han alcanzado un estatus similar.
Mientras las productoras de grandes eventos celebran, los cimientos de la industria local se agrietan. En junio, Televisión Nacional (TVN), el canal público, anunció la venta de cinco de sus sedes regionales y otros terrenos por más de $11 mil millones para enfrentar su crisis financiera. La medida, aunque justificada como una "optimización", simboliza un repliegue de los medios tradicionales de su rol de cohesión territorial.
El golpe más reciente llegó a principios de agosto, cuando la medidora de audiencias Kantar Ibope Media solicitó la quiebra de La Red por una deuda que supera los $211 millones. Este hecho se suma a la crónica falta de recintos de mediana capacidad, denunciada en junio por la Asociación Gremial de Empresas Productoras de Entretenimiento y Cultura (AGEPEC), que calificó la situación como un déficit estructural que limita la profesionalización de artistas emergentes y la diversidad de la oferta cultural.
Sin escenarios intermedios donde crecer y con una televisión tradicional que lucha por su propia supervivencia, los creadores locales se encuentran en un callejón sin salida, donde el único camino viable parece ser el salto a la masividad, un objetivo inalcanzable para la mayoría.
La fractura se hace aún más evidente en los tribunales. El juicio entre ChileActores y Amazon Prime Video, que tuvo audiencias clave en julio, desnudó la asimetría de poder en la nueva economía digital. La corporación de actores demanda el pago de derechos por la difusión de obras chilenas en la plataforma, un derecho consagrado en la ley chilena. La defensa de Amazon, sin embargo, ha sido reveladora: su directora para América Latina declaró que en Chile no tienen "clientes", sino "suscriptores", argumentando que el servicio se presta desde servidores en Estados Unidos, buscando así eludir la normativa local.
El testimonio del actor Álvaro Rudolphy en el juicio fue elocuente sobre la realidad del sector: "Somos un rubro que tiene un oficio bastante inestable y precario (...). No estamos pidiendo ningún favor, estamos simplemente reclamando un derecho". Esta disputa encapsula el dilema central: mientras el consumo de contenido se dispara, la remuneración para quienes lo crean se vuelve un campo de batalla legal y conceptual, donde la soberanía cultural y los derechos laborales quedan en entredicho.
La situación actual no es una fotografía estática, sino un proceso en plena evolución. El mercado del entretenimiento en Chile se ha bifurcado en dos realidades que avanzan en direcciones opuestas. Por un lado, un modelo de negocio exitoso basado en la importación de formatos globales y la consagración de unos pocos nombres locales capaces de llenar estadios. Por otro, un ecosistema cultural local —medios, escenarios y creadores— que se debilita por falta de financiamiento, infraestructura y un marco regulatorio que no logra adaptarse a la velocidad de los gigantes tecnológicos.
El debate, por tanto, está lejos de cerrarse. Ha escalado a una discusión estructural sobre qué tipo de industria cultural se quiere construir. ¿Es sostenible un modelo que celebra el éxito masivo mientras sus bases se desmoronan? ¿Qué rol le cabe al Estado y a los propios consumidores en la protección de la diversidad creativa y la soberanía cultural? Las respuestas a estas preguntas definirán si el espectáculo en Chile será un escenario para muchos o un privilegio para pocos.