A más de dos meses de que una balacera dentro de un colegio en San Pedro de la Paz (Biobío) encendiera las alarmas nacionales, el pánico inicial ha decantado en una compleja encrucijada. Hoy, 5 de agosto de 2025, la discusión sobre la violencia escolar ha abandonado el ciclo de la inmediatez para instalarse en el terreno de la política, la burocracia y la filosofía educativa. Lo que comenzó como una reacción unánime de horror ante hechos inéditos —como la amenaza con un arma de fuego a un profesor en Curicó o riñas con armas blancas en Melipilla— se ha transformado en un debate nacional con dos visiones irreconciliables sobre qué debe ser y cómo debe protegerse el espacio escolar en Chile.
La primera respuesta fue instintiva y material. Tras los eventos de fines de mayo, la conversación pública y política se centró rápidamente en soluciones tangibles. Parlamentarios de oposición, como Sergio Bobadilla (UDI) y Karen Medina (PDG), impulsaron con fuerza la idea de instalar pórticos detectores de metales en los accesos de los establecimientos. La lógica era simple: si la violencia externa permea las escuelas, la solución es fortificarlas. Esta visión ganó tracción y, como informó La Tercera el 7 de julio, el proyecto de ley que autoriza su instalación fue aprobado en general por la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados.
En paralelo, algunos municipios tomaron la iniciativa. En Santiago, el alcalde Mario Desbordes anunció el 13 de junio un plan para implementar cámaras de seguridad y control de acceso con huella digital en liceos como el INBA, argumentando la necesidad de identificar a los responsables de actos violentos, según reportó el mismo medio. Para este sector, la escuela es un espacio que debe ser resguardado con las mismas herramientas que se usan en otros recintos públicos, priorizando la integridad física por sobre otras consideraciones.
Frente a la propuesta de una escuela-fortaleza, emergió una perspectiva radicalmente distinta desde el propio Ministerio de Educación y el mundo académico. La subsecretaria de Educación, Alejandra Arratia, en una entrevista con Radio Cooperativa el 9 de junio, cuestionó la efectividad de los detectores de metales basándose en evidencia internacional. Más profundo aún, diagnosticó un malestar social más amplio: "Se ha naturalizado que la forma de abordar los conflictos es a través de la agresividad", afirmó, apuntando incluso a apoderados que llegan de manera violenta a los colegios. Para el Ejecutivo, el problema no es solo el arma que entra, sino la cultura de la violencia que la empuja.
Esta visión fue respaldada por el Colegio de Profesoras y Profesores, cuyo secretario general en el Biobío, Aníbal Navarrete, declaró a BioBioChile que los detectores no son la solución y que se requiere una intervención de los ministerios del Interior y Seguridad. La violencia, desde esta óptica, es un fenómeno social que desborda la capacidad de la escuela y debe ser abordado en su origen.
A esta línea se sumó una reflexión más profunda. En una carta publicada en La Tercera el 20 de junio, Patricia Imbarack, directora de un programa de pedagogía en la UC, conectó la violencia con una "profunda carencia afectiva y de sentido entre los jóvenes". La agresión, argumentaba, es una "versión distorsionada de afirmación en un mundo que perciben como indiferente". La solución, por tanto, no estaría en más control, sino en prácticas humanizadoras que devuelvan el sentido de pertenencia a los estudiantes.
Cuando parecía que el debate se zanjaba entre tecnócratas de la seguridad y pedagogos de la convivencia, los propios estudiantes irrumpieron como un actor decisivo. La decisión del alcalde Desbordes de hacer obligatorio el uso de la ley Aula Segura en los reglamentos internos de los liceos de Santiago fue el gatillo. A fines de julio, como documentó La Tercera el 2 de agosto, una ola de tomas coordinadas se extendió por liceos emblemáticos como el Instituto Nacional, el Liceo de Aplicación y el Barros Borgoño.
Para estos estudiantes, las medidas de seguridad como cámaras y la aplicación estricta de Aula Segura no son percibidas como protección, sino como represión y criminalización. Sus petitorios, aunque incluyen demandas históricas de infraestructura, rechazan explícitamente lo que consideran un modelo de control que atenta contra sus derechos y no resuelve los problemas de fondo. Esta resistencia forzó a las autoridades a sentarse a una mesa de negociación, demostrando que cualquier solución impuesta sin el consentimiento de las comunidades educativas está destinada al conflicto.
Hoy, la crisis de violencia escolar ha mutado. Ya no se trata de un problema de seguridad pública que se coló en la sala de clases; es un reflejo de las fracturas de la sociedad chilena. La discusión está estancada entre dos modelos: el que busca aislar la escuela del conflicto social mediante barreras físicas y normativas, y el que aspira a que la escuela sea precisamente el lugar donde se aprenda a resolver ese conflicto de manera pacífica y constructiva.
Mientras el proyecto de ley sobre detectores de metales sigue su curso legislativo y las tomas en Santiago continúan de forma intermitente, la pregunta fundamental sigue sin respuesta. La comunidad nacional se enfrenta a una disyuntiva que definirá el futuro de su sistema educativo: ¿debe la escuela ser un refugio seguro y aislado del mundo, o un taller complejo y a veces riesgoso donde se forja la ciudadanía?