A fines de julio de 2025, el Banco Central de Chile (BCCh) puso en circulación 30 millones de nuevas monedas de $100. La razón oficial era celebrar su centenario. Un acto simple para conmemorar cien años de "confianza y estabilidad económica", según su presidenta, Rosanna Costa. El mensaje era claro: la institución es un pilar del país. Para reforzarlo, la propia presidenta usó una de las monedas para comprar pan, un gesto para subrayar que era dinero para el día a día, no una pieza de colección.
El diseño mismo buscaba proyectar esta narrativa. Por un lado, el nuevo logo del centenario del BCCh. Por el otro, la ya conocida figura de una mujer mapuche, laureles y el escudo nacional. La institución y la nación, unidas en un pequeño disco bimetálico. La intención era clara: presentar un futuro donde la modernidad institucional y la identidad tradicional conviven en armonía, garantizadas por la estabilidad que el Banco Central representa.
Pero los símbolos rara vez se comportan como sus creadores esperan. Casi de inmediato, la moneda adquirió un significado no previsto. En la calle, la gente comenzó a buscarla y guardarla. El llamado a "revisar el vuelto" se convirtió en una caza menor del tesoro. A pesar de la insistencia del BCCh de que la moneda "está hecha para usarse, no para guardarse", el objeto se transformó en un fetiche.
Este acto de atesoramiento no es solo numismática. Es una reacción a un contexto mucho más amplio. El lanzamiento de la moneda coincidió con el fin de las tarjetas de coordenadas bancarias, una medida que empuja a la población, especialmente a los adultos mayores, hacia aplicaciones móviles que muchos no entienden o en las que no confían. Como señaló una carta en La Tercera, la digitalización forzada amenaza con excluir a millones de personas.
En este escenario, la moneda de $100 se convierte en un símbolo de resistencia. Es la afirmación del valor de lo tangible, de lo físico, en un mundo que se vuelve abstracto y digital a una velocidad que deja a muchos atrás. Mientras el Bitcoin superaba los 120.000 dólares y Japón experimentaba con una Expo totalmente cashless, en Chile una simple moneda de metal se cargaba de un peso inesperado: el de la seguridad, la inclusión y el control personal sobre el propio dinero.
La tensión entre la narrativa oficial y el significado popular de esta moneda abre dos caminos muy distintos para los próximos 5 a 10 años en Chile. El futuro no dependerá de la tecnología, sino de las decisiones políticas y sociales que se tomen a partir de esta encrucijada.
Escenario A: La Brecha Digital se Consolida
En este futuro, la insistencia en la digitalización total prevalece. El efectivo se vuelve cada vez más residual y su uso, más difícil. Los bancos y el comercio incentivan agresivamente los pagos electrónicos, y las regulaciones continúan eliminando alternativas físicas. La nueva moneda de $100 se convierte en una pieza de museo, un recuerdo nostálgico de "cuando el dinero se podía tocar".
Las consecuencias son claras: una sociedad más dividida. Quienes no pueden o no quieren adaptarse a la banca digital —adultos mayores, personas en zonas rurales con mala conectividad, migrantes no bancarizados, o simplemente quienes desconfían del sistema— quedan funcionalmente excluidos de la economía formal. La eficiencia del sistema se logra a costa de la equidad. La moneda conmemorativa se recuerda como el último símbolo de una batalla perdida por la inclusión.
Escenario B: Hacia una Coexistencia Híbrida
En este futuro alternativo, el debate público generado por la moneda y el fin de las tarjetas de coordenadas obliga a una corrección. El Estado y el sector privado reconocen que la transición digital debe ser inclusiva. Se implementan políticas para proteger el derecho al uso de efectivo, se invierte en educación digital para adultos mayores y se desarrollan sistemas de pago que no requieren el último smartphone.
Aquí, la moneda de $100 se convierte en un símbolo de un pacto social exitoso. Representa la capacidad de Chile para modernizarse sin dejar a nadie atrás. El efectivo y los pagos digitales no son vistos como enemigos, sino como herramientas complementarias en un ecosistema financiero diverso que sirve a toda la población. La confianza no se deposita ciegamente en la tecnología, sino en un sistema que garantiza opciones. Este camino es más lento y complejo, pero construye una sociedad más resiliente y cohesionada.
La elección entre estos dos futuros está abierta. La humilde moneda de $100, más que celebrar un siglo de historia, ha puesto sobre la mesa una pregunta fundamental sobre el siglo que viene: ¿qué tipo de progreso queremos y a qué costo estamos dispuestos a asumirlo?