Han pasado más de dos meses desde que el Presidente Gabriel Boric, en su Cuenta Pública del 1 de junio, anunciara la ambiciosa meta de adelantar el cierre de todas las centrales a carbón para 2035. La noticia, que buscaba consolidar a Chile como un líder mundial en la transición energética, fue recibida con un aplauso generalizado pero cauto. Hoy, con la distancia del tiempo, el optimismo inicial ha dado paso a un complejo escenario donde la voluntad política choca con una realidad técnica precaria y una red de intereses económicos que opera bajo la superficie.
El anuncio presidencial no fue solo una declaración de intenciones. Vino acompañado de la promesa de una ley de descarbonización acelerada para facilitar y priorizar las inversiones necesarias. El ministro de Energía, Diego Pardow, detalló que se buscaría acortar en hasta tres años la tramitación de proyectos clave, como la crucial línea de transmisión Kimal-Lo Aguirre. Sin embargo, las advertencias no tardaron en llegar. Camilo Charme, director ejecutivo de Generadoras de Chile, fue claro: el cierre anticipado “no puede hacerse solo por voluntad política o eslóganes”, sino que requiere condiciones técnicas y operacionales que garanticen la seguridad del suministro. Javier Naranjo, exministro de Medio Ambiente, fue más directo, cuestionando si se trataba de una “promesa concreta o de un discurso demagógico y populista”.
Apenas unas semanas después, el 17 de junio, las dudas se materializaron. Una nueva falla en la línea de transmisión Nueva Pan de Azúcar-Polpaico —la misma que protagonizó un apagón en febrero— dejó al sistema eléctrico nacional en una “situación ajustada”, según admitió el Coordinador Eléctrico Nacional (CEN). La empresa Enel fue más allá, afirmando en una carta que el sistema había estado “al borde del racionamiento eléctrico”. La promesa de un futuro limpio se topaba de frente con la fragilidad del presente.
Paradójicamente, mientras la infraestructura existente crujía, el futuro energético de Chile parecía florecer en los papeles. Durante junio y julio, se consolidó una avalancha de anuncios de inversión. La consultora Rho Motion posicionó a Chile como uno de los mercados más activos del mundo en sistemas de almacenamiento de energía en baterías (BESS), una tecnología clave para dar estabilidad a las fuentes renovables intermitentes como la solar y la eólica. Gigantes como AES Andes y AustriaEnergy comprometieron inversiones por más de 1.600 millones de dólares para nuevos parques solares y eólicos con enormes sistemas de baterías en la Región de Antofagasta.
Este auge inversor, que es una respuesta directa a las señales políticas y a las ventajas naturales del país, expone sin embargo la gran paradoja de la transición chilena: se está construyendo una superpotencia de generación renovable conectada a una red de transmisión que no da el ancho. La energía limpia abunda en el norte, pero las “carreteras eléctricas” para transportarla al centro y sur del país, donde se concentra el consumo, son insuficientes y frágiles. La falla de junio no fue un evento aislado, sino el síntoma de una enfermedad crónica que amenaza con cortocircuitar la descarbonización.
El incidente de junio no solo reveló una debilidad técnica, sino que también descorrió el velo de una batalla comercial entre los principales actores del mercado eléctrico. Cuando la línea falló y la energía del norte no pudo llegar, el CEN tuvo que recurrir a centrales de respaldo, principalmente diésel, para evitar un colapso. Esto disparó el “costo marginal” de la energía —el precio al que las generadoras transan electricidad entre ellas— a más de 500 dólares por megawatt-hora (US$/MWh), cuando en condiciones normales puede ser cercano a cero en horarios de alta generación solar.
Esta alza exorbitante benefició a las empresas con centrales térmicas disponibles y perjudicó a aquellas con contratos que no podían cubrir con su propia generación. Las cartas cruzadas entre Enel, Acciona y Colbún, acusándose mutuamente de no disponer de sus centrales o de especular con los precios, demostraron que la transición energética es también un campo de batalla económico. En este contexto, la Asociación de Empresas de Gas Natural levantó la voz, argumentando a través de su presidente, Carlos Cortés, que un retiro acelerado del carbón sin el respaldo flexible y más económico del gas natural es una apuesta riesgosa que podría encarecer las cuentas de luz para todos los chilenos.
Dos meses después del anuncio, el debate sobre la descarbonización ha madurado. Ya no se trata de si Chile debe abandonar el carbón, sino de cómo y a qué costo. Las preguntas sin respuesta se acumulan. ¿Qué pasará con las comunidades de las llamadas “zonas de sacrificio” como Mejillones, Tocopilla o Quintero-Puchuncaví? Una transición justa requiere más que el cierre de una chimenea; exige reconversión laboral, inversión social y reparación ambiental, planes que aún no se detallan con la misma vehemencia que las metas de megawatt.
Al mismo tiempo, la demanda energética no da tregua. Un informe de Cochilco proyecta que solo el consumo de la minería del cobre crecerá un 21% en la próxima década, impulsado por leyes de mineral más bajas que exigen más energía para producir lo mismo. Este “sobregiro ecológico”, como lo describió Estefanía González de Greenpeace en una columna para CIPER, plantea una disonancia fundamental: ¿estamos cambiando la matriz energética para alimentar un modelo de consumo insostenible o para construir una sociedad resiliente?
La descarbonización de Chile sigue en marcha, pero ha entrado en una fase de realismo brutal. La meta de 2035 se mantiene en el horizonte, pero el camino está lleno de desafíos técnicos, pugnas económicas y deudas sociales. El éxito de esta transición no se medirá solo en la cantidad de centrales a carbón que se apaguen, sino en la capacidad del país para construir una red robusta, un mercado equitativo y un futuro donde la energía limpia sea sinónimo de desarrollo justo y no solo un buen negocio para algunos.
2025-06-12