A más de un mes de las primarias presidenciales del 29 de junio, el eco más persistente no es el de la celebración de la candidata ganadora, Jeannette Jara, sino el del silencio de las urnas. La jornada, que transcurrió con la normalidad y eficiencia que caracteriza al sistema electoral chileno, arrojó una cifra que se ha decantado como el verdadero resultado a analizar: solo un 9,2% del padrón habilitado participó del proceso. Este dato, ya maduro y despojado del calor del momento, ofrece una radiografía cruda sobre la relación actual entre la ciudadanía y sus instituciones democráticas.
Los números son elocuentes. Con un total de 1.420.085 votos emitidos, la convocatoria fue significativamente menor a la de la primaria de Apruebo Dignidad en 2021, que movilizó a 1,75 millones de personas. La caída, cercana al 20%, se sintió en todo el territorio. La Región Metropolitana, aunque fue la de mayor participación con un 12,2%, también experimentó una baja considerable respecto al 16% de cuatro años atrás. En el otro extremo, La Araucanía marcó la menor concurrencia con un 5,7%, mientras que la región de Magallanes, cuna del Presidente Gabriel Boric, vio su participación desplomarse del 11,6% en 2021 a solo un 6,8%.
El gobierno, a través de sus voceros, calificó la jornada como “impecable” en su organización, pero reconoció la participación como un “desafío”. El ministro del Interior, Álvaro Elizalde, intentó contextualizar la cifra, argumentando que era “un buen nivel de participación” si se comparaba con primarias como la de Chile Vamos en 2017. Sin embargo, esta perspectiva no logra disipar la sensación de un retroceso.
Desde la oposición, la candidata Evelyn Matthei fue directa, diagnosticando una profunda “desconexión ciudadana de la política” y afirmando que las prioridades de los chilenos —seguridad, salud, economía— estaban lejos del debate interno de las coaliciones.
La baja participación no es un hecho aislado, sino el síntoma de un malestar más profundo con múltiples causas. Analistas, como los consultados por CIPER, apuntan a que la comparación con 2021 puede ser injusta. Aquella elección se enmarcó en un contexto histórico excepcional: el clímax del ciclo abierto por el estallido social de 2019, con altas expectativas de cambio y un electorado movilizado por la promesa de una nueva Constitución.
Cuatro años después, el escenario es radicalmente distinto. El fracaso de dos procesos constituyentes, sumado a una gestión gubernamental que ha debido moderar sus ambiciones reformistas y enfrentar crisis de seguridad y económicas, ha generado una palpable fatiga institucional. Las promesas de transformaciones profundas dieron paso a una administración de lo posible, enfriando el fervor que caracterizó al ciclo anterior.
Este desinterés también refleja un cambio en las prioridades ciudadanas. Mientras la clase política debatía sobre matices programáticos dentro de una coalición, gran parte del país seguía enfocado en la inflación, la seguridad en sus barrios y las listas de espera en salud. La primaria, con su voto voluntario, se convirtió en un referéndum sobre la relevancia de este tipo de contiendas, y el resultado fue un encogimiento de hombros masivo.
Las implicancias de esta “primaria silenciosa” son significativas y marcan el camino hacia la elección presidencial de noviembre. En primer lugar, la ganadora, Jeannette Jara, emerge con un mandato de legitimidad cuestionada en términos de representatividad. Si bien su victoria fue contundente dentro del universo que votó, ese universo es una pequeña fracción del electorado total, lo que debilita su capacidad para presentarse como la voz de una mayoría social.
En segundo lugar, la apatía del electorado de centro y la victoria de una candidata del Partido Comunista refuerzan la tesis de un vaciamiento del centro político y una creciente polarización. El escenario que se configura es uno donde las opciones más marcadas ideológicamente, como las de Jara y José Antonio Kast, ganan tracción, mientras que las posturas más moderadas luchan por encontrar un electorado que se sienta convocado.
El tema, por tanto, no está cerrado. La baja participación en las primarias de 2025 no fue un mero dato estadístico, sino un evento político en sí mismo. Dejó un mensaje claro: el rito democrático, cuando es percibido como un asunto interno de las élites y desconectado de las urgencias cotidianas, pierde su poder de convocatoria. El desafío para todo el espectro político ya no es solo ganar votos, sino, y quizás más importante, convencer a una ciudadanía escéptica de que vale la pena ir a votar.