A mediados de 2025, la crisis energética que sacudió a Europa parece un eco lejano en las facturas de los consumidores, pero sus consecuencias profundas apenas comienzan a materializarse. Más allá del suministro de gas, lo que la inestabilidad geopolítica de los últimos años ha provocado es una fractura en el dogma energético del continente. La energía nuclear, un tema relegado durante décadas al baúl de los riesgos y los miedos post-Fukushima, ha regresado al centro del debate estratégico, no como una opción entre muchas, sino como una pieza clave en la redefinición de la soberanía y la seguridad europea.
La evolución es palpable. Lo que comenzó como una respuesta de emergencia a la escasez de suministros se ha transformado en un replanteamiento estructural. Hoy, la discusión no es si se puede sobrevivir al próximo invierno, sino cómo se garantizará la autonomía energética en la próxima década. En este nuevo escenario, las viejas certezas se desvanecen, y dos de las mayores potencias del continente, Francia y Alemania, encarnan las dos caras de esta compleja disyuntiva.
Francia, históricamente la campeona europea del átomo, ha interpretado la crisis como una validación de su estrategia. El gobierno del presidente Emmanuel Macron no solo ha frenado los planes de reducción nuclear, sino que ha lanzado lo que el primer ministro François Bayrou denominó una “reactivación masiva”. El plan es claro: extender la vida útil de su envejecido parque de 57 reactores y construir hasta 14 nuevas unidades de última generación. El argumento central, repetido desde los tiempos de De Gaulle, es la soberanía energética.
El respaldo político y ciudadano es amplio. Tras la invasión rusa de Ucrania, el apoyo a la energía nuclear en Francia se disparó al 75%, según el instituto Ifop. Sin embargo, esta apuesta no está exenta de contradicciones. El reactor de nueva generación de Flamanville, por ejemplo, se conectó a la red a fines de 2024 con doce años de retraso y un sobrecosto de miles de millones de euros. Críticos como el profesor Benoît Pelopidas, de SciencesPo, señalan que la promesa de independencia es frágil: Francia importa cerca del 80% del uranio que necesita, a menudo de países con alta inestabilidad política como Níger. La soberanía, al parecer, tiene sus propias dependencias.
En el otro extremo se encuentra Alemania. La decisión de abandonar la energía nuclear (Atomausstieg), tomada tras el desastre de Fukushima en 2011, fue un pilar de su identidad política y social. Sin embargo, el nuevo gobierno del canciller democristiano Friedrich Merz ha comenzado a desmantelar, si no en la práctica, sí en el discurso, este consenso. A mediados de junio, una ministra alemana participó como “observadora” en una reunión de la alianza pronuclear liderada por Francia, un gesto impensable hace pocos años.
El giro alemán no implica, por ahora, la reapertura de centrales. Es un movimiento más sutil y diplomático: aceptar el principio de “neutralidad tecnológica” en la UE, lo que en la práctica significa no oponerse a que la energía nuclear sea considerada una tecnología baja en carbono y apta para recibir financiación. Este cambio ha generado profundas tensiones con sus socios de coalición socialdemócratas y es visto por analistas como un “posicionamiento simbólico” para realinearse con París y marcar distancias con Los Verdes. La ironía es evidente: para asegurar su energía tras el corte del gas ruso, Alemania aumentó su dependencia del carbón, contradiciendo sus metas climáticas y demostrando que el abandono de una tecnología sin una alternativa viable tiene costos imprevistos.
Este dilema continental no es monolítico; se fragmenta y adapta a las realidades locales. El caso de España es paradigmático. Mientras el gobierno central, compuesto por una coalición con un fuerte componente antinuclear (PSOE y Sumar), mantiene un calendario de cierre de centrales entre 2027 y 2035, las presiones internas crecen.
En Extremadura, el líder regional del propio PSOE, Miguel Ángel Gallardo, ha pedido públicamente evitar el cierre de la central de Almaraz, argumentando que es el motor económico de la comarca. Miles de ciudadanos se han manifestado para proteger sus empleos. En Cataluña, partidos históricamente antinucleares como ERC se han abstenido en votaciones clave, alineándose tácticamente con la derecha para no perjudicar a las centrales de Ascó y Vandellós, vitales para la economía catalana. El debate enfrenta la política nacional con la realidad económica regional, y la ideología con el pragmatismo del empleo local.
La reactivación del debate nuclear en Europa no es un hecho aislado. Responde a una reconfiguración geopolítica global. Mientras China construye reactores a un ritmo de diez por año, Estados Unidos, bajo la administración Trump, ha impulsado la inversión en micro reactores nucleares para no ceder su liderazgo energético. La tecnología nuclear vuelve a ser un campo de competencia estratégica entre las grandes potencias.
Dos meses después de los eventos más recientes, el tema está lejos de estar cerrado. La crisis ha forzado a Europa a una conversación incómoda pero necesaria sobre sus vulnerabilidades. El antiguo consenso antinuclear se ha roto, pero no ha sido reemplazado por una nueva unanimidad. El continente se enfrenta a un trilema fundamental: cómo equilibrar la seguridad energética, los compromisos climáticos y la estabilidad económica y social. La respuesta que se dé a esta pregunta definirá no solo su matriz energética, sino su autonomía y su lugar en el mundo para las próximas generaciones.