Hace dos meses, la preocupación por el plástico en Chile tenía un escenario claro: las costas del Pacífico, las islas oceánicas y las campañas de limpieza de playas. Hoy, esa imagen se ha desdibujado. La conversación se trasladó tierra adentro, a los campos agrícolas del Maule y Ñuble, y de ahí, directamente a la mesa. Lo que comenzó como un hallazgo científico sobre partículas invisibles en el suelo se ha convertido, en cuestión de semanas, en un debate maduro sobre la seguridad alimentaria, las paradojas de la legislación ambiental y una crisis de salud pública que hasta ahora había sido subestimada.
El problema ya no es solo la botella que flota en el mar, sino el fragmento microscópico que la lechuga absorbe por la raíz. Esta nueva dimensión del problema obliga a preguntarse si las soluciones implementadas hasta ahora, como la celebrada Ley "Chao Bolsas Plásticas", han sido suficientes o si, por el contrario, han generado una falsa sensación de seguridad mientras el contaminante se infiltraba silenciosamente en la base de nuestra alimentación.
El punto de inflexión llegó en junio, con la publicación de una serie de estudios que pusieron cifras a la sospecha. La expedición científica Centinela I, de la Universidad San Sebastián, detectó hasta 80.000 partículas de microplásticos por kilómetro cuadrado en zonas costeras, confirmando que el zooplancton, base de la cadena trófica marina, las está ingiriendo. Pero el hallazgo más disruptivo provino de la Universidad de Concepción: en suelos agrícolas de frutillas, tanto orgánicas como convencionales, se encontraron entre 80 y 100 partículas por kilo de tierra. Mauricio Schoebitz, investigador del proyecto, fue categórico sobre las consecuencias: una disminución de hasta un 27% en la altura de las plantas, menos raíces, menos flores y, lo más alarmante, la capacidad de estas partículas para actuar como vectores de pesticidas y metales pesados, pudiendo ingresar directamente a los tejidos vegetales.
Desde el extremo sur, el Instituto Antártico Chileno (INACH) aportó otra pieza clave. Investigaciones lideradas por Rodolfo Rondón encontraron microplásticos en el 100% de las almejas antárticas analizadas, organismos que actúan como centinelas ecológicos. Rondón advirtió que esto es solo "la punta del iceberg", ya que los efectos más graves se asocian a los nanoplásticos, partículas aún más pequeñas capaces de atravesar membranas celulares y que, según sus estudios, ya están alterando la genética de especies marinas.
La evidencia científica ha chocado de frente con el marco regulatorio chileno. La Ley 21.100 ("Chao Bolsas Plásticas") y la posterior Ley 21.368 (plásticos de un solo uso) fueron hitos en su momento, pero hoy revelan sus limitaciones. Un análisis publicado en julio por el Pacto Chileno de los Plásticos y la Cámara de Comercio de Santiago concluyó que, si bien se redujo el uso de bolsas, el problema de fondo persiste: la falta de fiscalización y un cambio de hábitos superficial que a menudo consiste en reemplazar un residuo por otro. Bolsas de papel con alta huella hídrica o bolsas reutilizables de materiales compostables que no tienen dónde ser compostadas a nivel industrial.
La disonancia se hizo aún más evidente en una carta de la Asociación de Industriales Gráficos de Chile, que denunció cómo la ley de plásticos de un solo uso termina, en la práctica, prohibiendo alternativas sustentables como el cartón o el papel, empujando a los comercios a usar vajilla de plástico "reutilizable" importada, cuyo lavado intensivo consume agua y energía. La pregunta que queda en el aire es incómoda: ¿estamos legislando contra el plástico o contra las soluciones que la propia industria local ha desarrollado?
Mientras Chile digiere sus hallazgos, la comunidad científica internacional ha elevado la alerta a un nivel sin precedentes. Una revisión publicada a inicios de agosto en la prestigiosa revista The Lancet calificó los daños a la salud humana por la exposición a plásticos como "graves, crecientes y subestimados". El informe es lapidario: se han identificado más de 16.000 químicos en los plásticos, muchos de ellos asociados a cáncer, problemas reproductivos y neurológicos, y se desconocen los riesgos de más de dos tercios de ellos. Los microplásticos, ya detectados en el cerebro, hígado y riñones humanos, son un "quebradero de cabeza" para la ciencia por su impacto aún incierto.
Esta advertencia global no es casual. Coincide con la ronda final de negociaciones del Tratado Mundial sobre Plásticos de la ONU, que se celebra esta semana en Ginebra. La evidencia chilena sobre la contaminación de suelos agrícolas y la entrada en la cadena alimentaria se convierte así en un caso de estudio crucial para las delegaciones que buscan un acuerdo vinculante. Ya no se trata de un problema estético en las playas, como lo demuestran estudios en toda Latinoamérica que señalan a grandes corporaciones como las principales fuentes de contaminación por botellas. Se trata de una crisis sanitaria.
El tema en Chile está lejos de cerrarse; más bien, acaba de abrirse en toda su complejidad. La narrativa ha evolucionado de un asunto ambiental a uno de salud pública y soberanía alimentaria. Los hallazgos científicos han creado una urgencia que la política aún no logra procesar. El desafío ya no es solo prohibir o reciclar, sino repensar el ciclo completo: desde la producción y los químicos utilizados hasta un consumo que, como proponía una columna en CIPER, recupere "el barro" —lo orgánico y conectado a la tierra— frente a un mundo de "plástico y ruido".
Chile se enfrenta a un vacío normativo para microplásticos en agua, suelos y alimentos, justo cuando la ciencia confirma que el veneno invisible ya está en el sistema. La discusión que viene es necesariamente más profunda y debe responder si estamos dispuestos a cambiar de hábitos o simplemente a seguir cambiando un tipo de residuo por otro.