El pasado 4 de agosto, el Congreso despachó a ley una normativa que endurece drásticamente las penas por robo, hurto y receptación de cables. A primera vista, parece una respuesta tardía pero necesaria a un problema de seguridad pública. Sin embargo, analizar este hito con la distancia de las últimas semanas revela una narrativa mucho más compleja. No se trata solo de delincuentes que cortan cables para vender cobre; se trata de la respuesta del Estado a una amenaza que ha escalado hasta poner en jaque la infraestructura crítica del país, desde las telecomunicaciones hasta la red eléctrica.
Lo que comenzó hace años como un delito de oportunidad, casi folclórico en su precariedad, ha mutado. Hoy, detrás de un pueblo sin internet o una industria paralizada por un corte de energía, a menudo se encuentran redes de crimen organizado con logística, inteligencia y un claro objetivo económico. Durante el debate parlamentario, diputados de diversas bancadas, como Carolina Tello (FA) por la región de Coquimbo, expusieron una realidad que ya es cotidiana para miles de chilenos: la interrupción de servicios esenciales no es una falla técnica, es un sabotaje. La nueva ley lo reconoce al fin, estableciendo agravantes como el uso de credenciales falsas de empresas de servicios o penas que pueden llegar a los 10 años de presidio si se afecta a un número significativo de usuarios.
La ley, aprobada por unanimidad en su último trámite, es un consenso político sobre el diagnóstico: el problema es grave. Modifica el Código Penal y la Ordenanza de Aduanas para atacar la cadena completa. Se sanciona no solo al que roba, sino también al que compra, acopia, reduce y exporta el material ilícito. Es un intento por asfixiar económicamente el delito.
Sin embargo, aquí es donde la narrativa se vuelve incómoda y surgen las preguntas que definen el pensamiento crítico. ¿Basta con endurecer las penas? Parlamentarios como Renzo Trisotti (Republicano) y Andrés Longton (RN) apuntaron al nudo gordiano: la fiscalización. La ley será letra muerta si el Servicio de Aduanas, el Ministerio de Medioambiente y el de Energía no ejercen un control férreo sobre el mercado de la chatarra y los puntos de exportación.
Este escepticismo sobre la capacidad institucional no es infundado. En los últimos meses, el sector energético ha sido un teatro de disputas públicas entre sus principales actores —la Comisión Nacional de Energía (CNE), la Superintendencia de Electricidad y Combustibles (SEC) y el Coordinador Eléctrico Nacional—. El propio ministro de Energía, Diego Pardow, llegó a criticar una “cultura del incumplimiento” en el sector. Si la coordinación es un desafío en la regulación de empresas establecidas, ¿qué se puede esperar en la persecución de redes criminales que operan en la sombra? La ley crea la herramienta, pero la voluntad y la capacidad para usarla son el verdadero campo de batalla.
Para entender la magnitud del desafío, es necesario mirar el valor del botín. El cobre no es solo el sueldo de Chile; es un imán para la criminalidad global. La reciente paralización de la mina El Teniente, aunque por otras causas, sirvió como un crudo recordatorio del valor en juego: cada día de detención representa pérdidas de ingresos por cerca de 9 millones de dólares para Codelco. Este es el incentivo que alimenta a las mafias del cable.
El delito, por tanto, no es solo un problema de seguridad interna, sino la manifestación local de una dinámica global de alta demanda y precios elevados del metal. La nueva ley intenta cortar el flujo de salida, pero se enfrenta a un mercado internacional voraz y a redes que han demostrado una gran capacidad de adaptación.
La aprobación de la ley no cierra el capítulo; lo abre a una nueva fase, quizás la más compleja. El tema ha madurado desde el reporte policial a un debate estratégico sobre la seguridad nacional y la resiliencia de nuestra infraestructura. La legislación es un primer disparo en una guerra que se librará en puertos, fundiciones clandestinas, fiscalizaciones de carretera y, sobre todo, en la capacidad del Estado para coordinar a sus agencias.
La pregunta que queda flotando, y que definirá el éxito o fracaso de esta iniciativa, es si Chile logrará desmantelar el modelo de negocio que hace del robo de cables una actividad tan lucrativa. La respuesta determinará si los apagones y la desconexión seguirán siendo una cicatriz recurrente en el mapa del país.