A más de un mes de que el Ejecutivo reimpulsara con fuerza su propuesta para flexibilizar el secreto bancario, el debate ha madurado lejos de los titulares inmediatos, decantando en una discusión legislativa densa y de consecuencias profundas. Lo que comenzó como una herramienta técnica dentro de un nuevo Subsistema de Inteligencia Económica, hoy se ha convertido en el epicentro de una de las tensiones más relevantes para la democracia chilena: ¿cuánto poder se le debe entregar al Estado para perseguir el dinero del crimen, y a qué costo para la privacidad de los ciudadanos? La discusión, hoy entrampada en comisiones del Congreso, ya no es sobre un artículo de ley, sino sobre los límites de la confianza.
La propuesta del Gobierno, defendida en julio por la subsecretaria de Hacienda, Heidi Berner, es quirúrgica en su formulación pero expansiva en su alcance. Busca otorgar a la Unidad de Análisis Financiero (UAF) la facultad de levantar el secreto bancario por vía administrativa —es decir, sin autorización de un juez— bajo tres causales muy acotadas:
El argumento del Ejecutivo, reiterado por el ministro del Interior, Álvaro Elizalde, es que para golpear al crimen organizado es imperativo "seguir la ruta del dinero". Sostienen que la burocracia judicial actual es un obstáculo que las redes delictuales, cada vez más sofisticadas, explotan a su favor.
Sin embargo, en la vereda opuesta, parlamentarios como Andrés Longton (RN) y Rojo Edwards (Ind) han levantado una barrera de desconfianza. Su principal argumento no es necesariamente la defensa del secreto bancario como un absoluto, sino el temor fundado en la práctica. Advierten sobre el riesgo de un uso político de la información y la falta de garantías de que los datos no serán filtrados, apuntando a casos recientes como el escándalo de filtraciones que costó la salida del director del Servicio de Impuestos Internos (SII). La pregunta que resuena en el Congreso es: si el Estado no ha podido custodiar la información tributaria, ¿cómo podría garantizar la confidencialidad de los movimientos bancarios de todos los chilenos?
La discusión escaló rápidamente del debate técnico al campo de batalla pre-presidencial. En un seminario de la SOFOFA a fines de julio, la exministra y carta presidencial del Partido Comunista, Jeannette Jara, defendió la medida como un pilar fundamental para la seguridad. "Las organizaciones criminales detrás de lo que andan es de la plata y nosotros tenemos que cortarles ese hilo conductor", afirmó.
La réplica de José Antonio Kast, candidato republicano, fue inmediata y personal, utilizando el caso de la diputada Karol Cariola para cuestionar la coherencia del oficialismo. "Le pidieron que abriera las cuentas bancarias y no las abrió", espetó, transformando un debate sobre políticas públicas en un arma de emplazamiento político. Este episodio ilustra cómo la narrativa se fragmenta, alejándose de los méritos de la propuesta para centrarse en la credibilidad de sus promotores.
En medio del fuego cruzado político, una voz técnica aportó una perspectiva disonante y crucial. El director de la UAF, Carlos Pavez, expuso ante el Senado un dato contundente: Chile es el único país del Grupo de Acción Financiera de Latinoamérica (GAFILAT) y, junto a Australia, una de las raras excepciones en la OCDE, donde la unidad de inteligencia financiera requiere autorización judicial para acceder a información bancaria.
Pavez contrapuso el temor a las filtraciones con el historial de su institución: "En sus 21 años de historia, la UAF nunca ha tenido ninguna filtración de información". Este argumento introduce una disonancia cognitiva constructiva: ¿está Chile defendiendo un derecho fundamental con un celo admirable o se ha quedado peligrosamente rezagado en la lucha global contra el lavado de activos, convirtiéndose en un paraíso para el dinero ilícito por su excepcionalidad?
Hoy, 5 de agosto de 2025, el tema sigue abierto y ha evolucionado. En paralelo, se discute otro proyecto que obligaría a las altas autoridades a levantar voluntariamente su secreto bancario como señal de probidad. La discusión original se ha bifurcado, reflejando la complejidad de un asunto que toca fibras de seguridad, derechos individuales y confianza institucional.
El debate ya no es si el secreto bancario debe ser absoluto, sino quién, cómo y con qué controles puede ser vulnerado. La resolución de esta encrucijada definirá no solo la eficacia del Estado contra el crimen, sino también el tipo de pacto social que Chile está dispuesto a sellar en una era marcada por la inseguridad y la desconfianza.