Hoy, a más de dos meses de que la administración de Donald Trump pusiera en jaque el futuro de miles de estudiantes extranjeros, un fallo judicial ha traído una calma precaria. A fines de junio, la jueza federal de Boston, Allison D. Burroughs, bloqueó de manera indefinida el veto que prohibía a la Universidad de Harvard matricular alumnos internacionales. La decisión fue un respiro para estudiantes y académicos, pero no el fin del conflicto. Lo que comenzó como una medida migratoria focalizada en China se ha consolidado como un pulso de largo aliento sobre la libertad de cátedra, el financiamiento de la ciencia y el rol de Estados Unidos como epicentro del conocimiento mundial. La batalla inmediata por las visas se ganó en tribunales, pero la guerra de fondo sigue abierta en múltiples frentes.
Todo estalló el 28 de mayo de 2025. El gobierno de Trump, en una ofensiva declarada contra las universidades de élite, ordenó suspender la tramitación de visas para estudiantes extranjeros. La medida incluía un escrutinio exhaustivo de sus redes sociales y apuntaba directamente a Harvard, acusada de ser un foco de ideas “radicales” y de tener vínculos con el Partido Comunista Chino (PCC). El secretario de Estado, Marco Rubio, fue explícito: se revocarían “agresivamente” las visas de estudiantes chinos, especialmente aquellos en “áreas críticas” o con supuestas conexiones políticas.
La reacción de China no se hizo esperar. Su Ministerio de Relaciones Exteriores instó a Washington a proteger los derechos de los estudiantes, calificando la medida como “política y discriminatoria”. Pero más allá de la diplomacia, el impacto humano fue inmediato y profundo. Testimonios recogidos por medios como la BBC pintaban un cuadro de desolación. Jóvenes como Xiao Chen, una estudiante de 22 años aceptada en Michigan, describieron su situación como ser una “hierba acuática a la deriva, sacudida por el viento y la tormenta”. Su visa fue rechazada sin explicación, dejándola en un limbo.
Este sentimiento se extendió entre los casi 280.000 estudiantes chinos en Estados Unidos. Se encontraron atrapados en un fuego cruzado geopolítico. En EE.UU., eran vistos con sospecha, sujetos a interrogatorios en aeropuertos y al temor constante de la deportación. Simultáneamente, en su país de origen, su formación en el extranjero comenzó a ser una desventaja. La desconfianza creció al punto que destacadas figuras empresariales chinas, como la presidenta de Gree Electric, declararon públicamente que no contratarían a graduados de universidades extranjeras por temor a que fueran espías. Así, los jóvenes que buscaban ser un puente entre dos culturas terminaron siendo rechazados por ambas.
A diferencia de otras instituciones que optaron por la cautela, Harvard decidió plantar cara. La universidad más antigua y rica del país demandó al gobierno, argumentando que la revocación de su permiso para acoger extranjeros era ilegal y causaba un daño irreparable a su misión educativa y científica. El 21 de junio, la jueza Burroughs les dio la razón, congelando el veto migratorio.
Pero la ofensiva de la Casa Blanca no se limitaba a las visas. El gobierno ya había congelado 2.600 millones de dólares en fondos federales para investigación en Harvard y 400 millones en Columbia, bajo el pretexto de que las universidades no combatían adecuadamente el antisemitismo en sus campus, en referencia a las protestas pro-palestinas de 2024.
En una audiencia clave el 21 de julio, la jueza Burroughs, de origen judío, confrontó directamente al abogado del gobierno con una pregunta retórica que desnudó la aparente desconexión del argumento oficial: “¿Cuál es entonces la relación entre el antisemitismo y la supresión, por ejemplo, de la financiación de la investigación sobre el cáncer?”. La defensa del gobierno se limitó a sostener que tenía la potestad de repartir las subvenciones como considerara conveniente.
Este enfrentamiento reveló dos estrategias distintas entre las universidades de élite. Mientras Harvard judicializaba el conflicto, la Universidad de Columbia, también sancionada, optó por una vía más conciliadora, adoptando la definición oficial de antisemitismo exigida por el gobierno, en un aparente intento por recuperar sus fondos.
A principios de agosto de 2025, el panorama es de una tregua tensa. La victoria judicial de Harvard aseguró que los estudiantes extranjeros puedan, por ahora, continuar sus estudios. Sin embargo, la amenaza de recortes de fondos, la presión sobre la acreditación y la retórica hostil persisten como herramientas de presión política.
El conflicto ha dejado consecuencias visibles. Ha forzado a las universidades a posicionarse en un campo de batalla ideológico, ha puesto a prueba los límites de la autonomía académica y ha sembrado dudas sobre la capacidad de Estados Unidos para seguir atrayendo al mejor talento global. Para miles de estudiantes, la experiencia ha sido un despertar brutal a cómo las tensiones geopolíticas pueden trastocar proyectos de vida. La disputa, lejos de estar cerrada, ha evolucionado a una nueva fase: un pulso legal y político cuyas repercusiones finales en la ciencia, la educación y las relaciones internacionales aún están por verse.