Hace casi dos meses, en junio, las rutas de la Provincia de Arauco ardían. Pescadores artesanales de Lebu, con sus embarcaciones amarradas por la fuerza de la ley, bloqueaban el paso exigiendo algo que, desde su perspectiva, es de sentido común: que se reconozca a la jibia como un recurso migratorio. Su lógica es simple y ancestral: el pez no conoce de fronteras regionales; el pescador, para sobrevivir, debe seguirlo. La fiscalización de la Armada, que multó a cerca de 50 barcos por faenar en la Región del Maule, no fue más que la chispa que encendió un conflicto latente sobre quién tiene derecho a qué en el mar chileno.
"Aquí estamos luchando por nuestros derechos, con nuestras manos", declaraba un pescador en medio de las protestas. Para ellos, la ley actual no solo es injusta, sino que los criminaliza por ejercer su oficio. La demanda por poder traspasar los límites regionales es una lucha por la subsistencia, un gallito contra una regulación que perciben como diseñada para un mar estático, no para el ecosistema dinámico que habitan.
En la vereda opuesta, la industria pesquera observa el mismo escenario con una óptica radicalmente distinta. Para Ricardo García, gerente general de Camanchaca, la aprobación en la Cámara de Diputados de la ley de fraccionamiento pesquero no es un acto de justicia, sino un cambio de reglas “anticipado” y perjudicial. La industria, que opera bajo un marco legal con vigencia hasta 2032, acusa al Estado de romper un pacto y de generar un “perjuicio económico enorme”.
La queja industrial no es solo por la redistribución de cuotas de especies como la merluza, la sardina o el jurel, sino por lo que consideran una señal de inestabilidad jurídica que frena la inversión y pone en riesgo el empleo. “No nos queda otra opción que acudir a la justicia para solicitar una indemnización que repare el daño causado a nuestros accionistas, entre los cuales hay fondos de pensiones”, advirtió García. El argumento es potente: la decisión legislativa no solo afecta a grandes conglomerados, sino, indirectamente, a los ahorros de millones de chilenos.
El 17 de junio, el conflicto se institucionalizó. Con 122 votos a favor, la Cámara de Diputadas y Diputados despachó al Senado el proyecto de ley que modifica la distribución de las cuotas de pesca. La iniciativa, que establece una nueva repartición —por ejemplo, un 45% para el sector artesanal y un 55% para el industrial en la merluza común bajo ciertas condiciones—, fue presentada por el oficialismo como un paso para corregir una ley de pesca vigente calificada como “corrupta”.
Sin embargo, el resultado legislativo está lejos de ser una victoria celebrada por todos. Durante el debate, la oposición acusó al gobierno de improvisación, de presentar cifras erróneas y de impulsar un proyecto “expropiatorio”. Por otro lado, desde el propio oficialismo surgieron voces de descontento. La diputada comunista Karol Cariola, por ejemplo, manifestó su disconformidad con el acuerdo en materia de merluza, pidiendo al Ejecutivo un veto para favorecer más decididamente a la pesca artesanal.
Lo que ha quedado de manifiesto es que la nueva ley es un frágil equilibrio de poderes que no logra cerrar las heridas. Para los artesanales, puede ser un avance insuficiente. Para los industriales, una agresión a su patrimonio. Para el espectro político, un campo de batalla más en la pugna por dos visiones de país.
Hoy, a principios de agosto, la discusión ha madurado y sus consecuencias comienzan a ser visibles. La amenaza de Camanchaca de judicializar el conflicto anticipa que la disputa se trasladará del Congreso a los tribunales, abriendo un nuevo flanco de incertidumbre legal y económica.
El debate, por ahora, sigue centrado en la distribución de la riqueza, pero ha dejado en un segundo plano una pregunta fundamental: ¿es sostenible el actual nivel de explotación de los recursos marinos? La jibia, protagonista involuntaria de esta guerra, es un calamar cuya población ha mostrado ciclos de abundancia y escasez. La discusión sobre si su cuota debe pertenecer a un pescador de Lebu o a un barco industrial del Biobío elude el debate de fondo sobre la salud del océano.
Con el proyecto ahora en manos del Senado, la “Guerra de la Jibia” está lejos de terminar. Ha evolucionado de una protesta local a un complejo entramado legal, político y económico que pone en jaque el modelo pesquero chileno. La tensión entre la subsistencia artesanal y la estabilidad industrial sigue sin resolverse, mientras el mar, y sus recursos finitos, esperan una respuesta que vaya más allá de quién se queda con la porción más grande.