Hace poco más de dos meses, la Comisión para el Mercado Financiero (CMF) oficializó una decisión que, para el mundo tecnológico y financiero, era un paso lógico: el fin de la tarjeta de coordenadas como mecanismo de autenticación para transacciones bancarias. La medida, argumentada como una actualización necesaria para alinear a Chile con estándares internacionales de ciberseguridad, pasó inicialmente como una noticia técnica. Hoy, sin embargo, la discusión es otra. La actualización del sistema dejó al descubierto una fractura social profunda, transformando un avance en seguridad en un símbolo de exclusión para miles de personas, principalmente adultos mayores.
El contexto respalda, en parte, la decisión. Según un informe de agosto del Banco Central, en Chile se realizan 374 pagos digitales anuales por persona, un aumento del 18,4% respecto al año anterior. La tarjeta de débito sigue siendo la reina, pero el uso de tarjetas de prepago se disparó un 213%. En este escenario de digitalización acelerada, la tarjeta de coordenadas —un sistema analógico y estático— era vista como el eslabón más débil de la cadena de seguridad, vulnerable a fraudes y estafas cada vez más sofisticadas.
La CMF defendió la norma como una forma de “prevenir de mejor manera los fraudes”, una preocupación legítima en un ecosistema donde los delincuentes aprovechan cualquier brecha. El objetivo era migrar hacia sistemas dinámicos, como las aplicaciones móviles que generan claves únicas y temporales (tokens), considerados globalmente más seguros.
Lo que la lógica técnica no midió fue el impacto humano. Para un segmento significativo de la población, la tarjeta de coordenadas no era una tecnología obsoleta, sino un puente que les permitía mantener su autonomía financiera. Era un objeto físico, comprensible y manejable, que no dependía de un smartphone, una buena conexión a internet o la destreza para navegar aplicaciones.
Las consecuencias no tardaron en aparecer. En radios y cartas al director, las voces de los afectados comenzaron a resonar. “Cada día nos castigan y nos aíslan más”, comentaba un auditor de Radio Cooperativa, resumiendo un sentir generalizado. La ingeniera comercial Macarena Palou lo expresó de forma contundente en una carta a La Tercera: “Imponer lo digital sin enseñar es excluir. No es falta de capacidad, es falta de acompañamiento. Cambiar el sistema sin preparar a quienes dependen de él no es modernizar: es abandonar”.
La medida, en la práctica, forzó a muchos adultos mayores a depender de familiares para realizar transferencias básicas, pagar cuentas o simplemente gestionar su propio dinero. Se transformó, como señaló un experto, en el “equivalente digital de eliminar las rampas de acceso a los edificios públicos”, creando una discapacidad donde antes había independencia.
El tema escaló rápidamente de una queja ciudadana a un debate sobre responsabilidad y modelo de desarrollo. Las perspectivas hoy son claras y divergentes:
El fin de la tarjeta de coordenadas ya no es una noticia sobre ciberseguridad. Es una historia sobre las consecuencias no deseadas del progreso, sobre la tensión entre la eficiencia de los sistemas y la dignidad de las personas. El debate no está cerrado; por el contrario, apenas comienza. La pregunta que queda en el aire es si la próxima gran “actualización” del sistema incluirá, esta vez sí, una línea de código para la empatía.