Santiago, 06 de agosto de 2025. Hace menos de un mes, el 17 de julio, un hecho que parece sacado de un guion cinematográfico sacudió los cimientos del Ministerio Público: un funcionario de la Unidad de Custodia de la Fiscalía Sur fue detenido por sustraer especies que, por su naturaleza de evidencia, debían ser destruidas. Lejos de ser un incidente aislado, este acto de corrupción tangible —el robo de pruebas desde la misma bóveda que debe protegerlas— se ha convertido en el símbolo más reciente y visible de una crisis sistémica que corroe la confianza en la principal entidad persecutora del país.
Durante los últimos 60 días, una seguidilla de eventos ha puesto a la Fiscalía bajo un escrutinio sin precedentes, no por sus éxitos en la lucha contra el crimen, sino por sus propias debilidades internas. La pregunta que resuena hoy en el debate público ya no es solo si la Fiscalía es efectiva, sino si es íntegra.
El caso del funcionario de la Fiscalía Sur, que ya enfrenta una investigación junto a otros dos colegas, es la punta del iceberg. Apenas una semana antes, el 8 de julio, la Fiscalía Metropolitana Occidente anunciaba que apelaría el sobreseimiento parcial del exfiscal de Rancagua, Jorge Mena, investigado por obstrucción a la investigación. La acusación es de una gravedad mayúscula: se le indaga por presuntas negociaciones indebidas con abogados defensores en causas de narcotráfico, llegando a desistir de acusaciones graves sin la autorización de sus superiores.
Ambos casos, aunque de distinta escala, apuntan a una misma vulnerabilidad: la corrupción ha permeado distintos niveles de la institución. No se trata de un adversario externo, sino de una falla interna que compromete la cadena de custodia de la prueba y la imparcialidad del proceso penal. Si un fiscal puede presuntamente negociar el destino de una causa de drogas y un funcionario puede robar la evidencia, la promesa de justicia se desvanece.
Mientras estas crisis se desarrollaban en las fiscalías regionales, la atención se desvió hacia la cúpula de la institución. Un reportaje del 12 de julio reveló la abultada bitácora de viajes del Fiscal Nacional, Ángel Valencia: 123 viajes, 16 de ellos internacionales a destinos como Azerbaiyán, Italia y Macao, con un costo total superior a los 60 millones de pesos en poco más de dos años de gestión.
Desde la Fiscalía Nacional se defendió la agenda, argumentando que la cooperación internacional es una “necesidad estratégica” para combatir el crimen organizado transnacional. Sin embargo, la cifra y la frecuencia de los viajes —un promedio de uno cada seis días— generaron un profundo malestar interno y externo. La crítica no apunta a la importancia de las relaciones internacionales, sino a las prioridades y la oportunidad. Con la institución enfrentando escándalos de corrupción y una percepción de inseguridad creciente, la imagen de un liderazgo frecuentemente ausente ha alimentado la narrativa de una desconexión con los problemas urgentes del país.
La crisis de confianza no es solo interna; también se manifiesta en la relación de la Fiscalía con otros poderes del Estado. El 7 de julio, se hizo público un duelo de cifras entre el fiscal regional metropolitano Sur, Héctor Barros, y el gobierno. Barros alertó de un preocupante aumento del 28% en los secuestros ligados al crimen organizado en la capital durante el primer semestre. Casi de inmediato, el ministro de Seguridad, Luis Cordero, matizó la declaración, sugiriendo que las cifras a nivel nacional podrían mostrar una tendencia a la baja.
Este choque público reveló más que una simple discrepancia estadística. Expuso una fractura en la coordinación entre el ente persecutor y el Ejecutivo, y una lucha por controlar la narrativa sobre la seguridad. Además, evidenció tensiones dentro de la propia Fiscalía, donde, según fuentes internas, la declaración de Barros no fue coordinada con la Fiscalía Nacional, dejando en evidencia la falta de una voz institucional unificada.
Dos meses después de que estos hechos comenzaran a encadenarse, el panorama es complejo. La Fiscalía se encuentra en una posición paradójica: debe investigarse a sí misma mientras intenta mantener la confianza ciudadana para investigar a otros. Los casos de corrupción interna siguen su curso judicial, y el debate sobre el rol y la gestión de su liderazgo está lejos de cerrarse.
El debilitamiento de la Fiscalía no es un problema que afecte solo a abogados y jueces. Es una amenaza directa al Estado de derecho. Cuando el guardián es cuestionado, la ciudadanía queda más expuesta a la impunidad. La pregunta fundamental que queda abierta es si la institución posee la capacidad de autorregularse y enmendar el rumbo, o si esta serie de escándalos es el preludio de una necesaria reforma estructural que devuelva a los chilenos la certeza de que, sin importar quién sea el acusado, la justicia actúa con la misma e inquebrantable integridad.