Han pasado más de 70 días desde que la Contraloría General de la República, liderada por Dorothy Pérez, lanzó la primera piedra. En mayo, un informe reveló que 25.078 funcionarios públicos habían viajado fuera de Chile mientras estaban con licencia médica. La conmoción fue inmediata. Sin embargo, lo que parecía un escándalo de probidad acotado, ha mutado en una crisis institucional de múltiples aristas. El 5 de agosto, un nuevo informe del ente fiscalizador echó más leña al fuego: 13.286 funcionarios visitaron casinos de juego durante sus reposos médicos. De ellos, casi 1.500 son reincidentes, figurando también en la lista de viajeros.
El caso dejó de ser una anécdota sobre el abuso de unos pocos para convertirse en el síntoma de una enfermedad más profunda. Hoy, la pregunta ya no es solo sobre la ética de miles de funcionarios, sino sobre la capacidad del Estado para controlarse a sí mismo, la legitimidad de sus sanciones y la confianza ciudadana en instituciones que se investigan y se acusan entre sí.
La estrategia de la Contraloría ha sido implacable y tecnológica. Mediante el cruce masivo de datos con la PDI, la Superintendencia de Seguridad Social (Suseso) y ahora la Superintendencia de Casinos de Juego, el organismo ha expuesto una cultura de mal uso de un beneficio social que parecía normalizada. Los informes, denominados Consolidado de Información Circularizada (CIC), no solo identificaron a los infractores, sino que también perfilaron los focos del problema: los municipios y los servicios de salud concentran la mayoría de los casos.
La acción de Contraloría ha sido celebrada por algunos como un acto necesario de saneamiento, pero también ha desatado una reacción en cadena que ha puesto en jaque el equilibrio de poderes. La institución, con un mandato reforzado, no solo fiscaliza; ha provocado una guerra interna en el aparato estatal.
La respuesta inicial del Ejecutivo fue contundente. El Presidente Gabriel Boric y sus ministros prometieron "mano dura" y celeridad. A fines de mayo, ya se habían iniciado casi 7.000 sumarios administrativos solo en el gobierno central, con sanciones que van desde la devolución de dineros hasta la destitución. El mensaje era claro: no habría impunidad.
Sin embargo, el gobierno se encontró rápidamente atrapado entre la presión de la opinión pública y la oposición, que exigían sanciones ejemplares, y la defensa corporativa de los poderosos gremios de funcionarios públicos. Esta tensión se ha manifestado en un doble discurso: por un lado, se anuncian medidas drásticas; por otro, se busca una salida sistémica, como el proyecto de ley ingresado en julio que busca homologar el pago de las licencias del sector público con el privado, eliminando el incentivo de recibir el 100% del sueldo durante el reposo.
La reacción de los trabajadores del Estado no se hizo esperar. La Federación Nacional de Trabajadores Municipales (Fentramuch) denunció en junio a varios alcaldes ante la misma Contraloría por "sanciones anticipadas", acusándolos de vulnerar el debido proceso al anunciar despidos antes de concluir las investigaciones. "Hasta el más peligroso criminal en nuestro país tiene derecho a defensa", declaró Fabián Caballero, presidente de la federación, encapsulando el sentir de muchos funcionarios que se sienten juzgados públicamente.
Esta tensión escaló hasta el Congreso. Cuando el Senado inició sumarios contra 14 de sus funcionarios, la Asociación de Funcionarios Parlamentarios cuestionó sus atribuciones legales. "¿Dónde están las atribuciones?", preguntó su presidente, Bastián Espinoza, advirtiendo que despidos mal ejecutados podrían costar millones al fisco en indemnizaciones. Este episodio reveló una paradoja: una institución del Estado intentando aplicar justicia sin tener, aparentemente, las herramientas legales claras para hacerlo, evidenciando grietas en la arquitectura de la probidad pública.
El "efecto Contraloría" ha tenido consecuencias medibles. En junio, el primer mes completo tras el estallido del escándalo, la emisión de licencias médicas electrónicas cayó a su nivel más bajo en años, excluyendo los meses de vacaciones. Expertos atribuyen esta baja no solo a la fiscalización, sino también al estancamiento del mercado laboral y al bloqueo preventivo de más de 300 médicos por parte de la Suseso. La pregunta que queda en el aire es si este es un cambio permanente o un efecto disuasivo temporal.
Más profundamente, la crisis ha abierto un debate sobre el rol y los poderes de la Contraloría. ¿Debe tener la facultad de sancionar directamente o debe limitarse a fiscalizar y denunciar? Académicos como Rodrigo Espinoza, de la UDP, advierten que, si bien se necesita más control, entregarle amplias potestades sancionatorias podría tensionar el equilibrio de poderes. La discusión ya no es sobre un grupo de funcionarios, sino sobre el diseño institucional de la República.
El tema está lejos de cerrarse. Los sumarios avanzan con lentitud, el proyecto de ley recién comienza su trámite y la desconfianza crece. Lo que comenzó como un exitoso operativo de fiscalización se ha transformado en un espejo incómodo que refleja las contradicciones de un Estado que, en su intento por limpiarse, ha terminado exponiendo una profunda crisis de legitimidad y gobernanza interna.