Lo que hace unos meses parecía una de las alianzas más singulares y poderosas de la política estadounidense —la del presidente Donald Trump y el magnate tecnológico Elon Musk— se ha desintegrado en una hostilidad pública de consecuencias impredecibles. Lo que comenzó a fines de mayo como un desacuerdo sobre la política económica de la Casa Blanca, se ha transformado en una guerra abierta que involucra amenazas de represalias económicas, acusaciones personales de alto calibre y, más inquietante aún, el cuestionamiento a la propia ciudadanía de Musk. Este quiebre no es solo una anécdota de egos en colisión; es un síntoma de las profundas tensiones entre el proyecto nacionalista de Trump y el establishment tecnológico globalizado, y plantea preguntas fundamentales sobre el poder, la lealtad y los límites de la crítica en la arena política actual.
La relación se agrietó sobre cimientos económicos. La segunda ofensiva comercial de Trump, marcada por la imposición de aranceles generalizados que, según análisis como el del economista Oleksandr Shepotylo, prometían un severo impacto tanto para China como para la propia economía estadounidense, generó resistencia incluso dentro de sus filas. Estados como California, pilar de la industria tecnológica, llevaron la disputa a los tribunales, argumentando un daño desproporcionado y una extralimitación de poder presidencial.
En este escenario, Elon Musk, quien había asumido un rol como asesor para la eficiencia gubernamental (DOGE), rompió filas. El 29 de mayo, anunció su renuncia, calificando el proyecto de presupuesto de Trump como una "abominación" que, en lugar de reducir, aumentaba el déficit fiscal. Fue el punto de no retorno.
La respuesta de Trump fue personal y directa, manifestando su "decepción". La escalada fue vertiginosa y se libró en las redes sociales. Musk afirmó que Trump era un "ingrato" y que "sin mí, habría perdido la elección". La réplica de Trump fue acusar a Musk de actuar por interés propio, específicamente por la eliminación de subsidios a los vehículos eléctricos de Tesla.
La disputa alcanzó su clímax cuando Musk lanzó dos ataques de una virulencia inédita: primero, apoyó públicamente un llamado a juicio político (impeachment) contra el presidente; segundo, publicó un mensaje explosivo: "Es hora de lanzar la gran bomba: Donald Trump está en los archivos de Epstein". La Casa Blanca calificó la acusación de "lamentable episodio". La guerra estaba declarada.
Las consecuencias no se hicieron esperar. Trump amenazó con usar el poder del Estado para cancelar los millonarios contratos de SpaceX y Starlink, y las acciones de Tesla sufrieron caídas. Pero la amenaza más grave llegó en julio, cuando el presidente sugirió que podría buscar la forma de revocar la ciudadanía estadounidense de Musk, un inmigrante sudafricano naturalizado en 2002.
El quiebre entre Trump y Musk puede analizarse desde varios ángulos que invitan a la reflexión:
La idea de utilizar la ciudadanía como herramienta política no es nueva en Estados Unidos. Remite a periodos oscuros como el macartismo en los años 50, cuando la acusación de comunismo bastaba para iniciar procesos de deportación y desnaturalización contra disidentes. La reactivación de esta táctica en el siglo XXI, dirigida a una figura de tan alto perfil como Musk, enciende todas las alarmas sobre la salud de las instituciones democráticas.
Hoy, el conflicto está lejos de resolverse. Ha mutado de una disputa política a una potencial batalla legal con profundas implicaciones constitucionales. La alianza que alguna vez simbolizó un nuevo eje de poder se ha convertido en el ejemplo más claro de la polarización y la naturaleza transaccional y punitiva del poder en la era Trump. La pregunta que queda en el aire no es solo si Musk perderá sus contratos o enfrentará un proceso legal, sino qué significa este episodio para cualquier ciudadano, naturalizado o no, que se atreva a desafiar al poder.