Lo que en junio era una promesa de modernidad futbolística con fecha de estreno para el 27 de julio, es hoy, a principios de agosto de 2025, una lección sobre desarrollo urbano con una nueva inauguración agendada. El remodelado estadio de la Universidad Católica, ahora Claro Arena, no abrirá sus puertas con un partido de fútbol, sino con un concierto de Ricky Martin el 4 de octubre. Este cambio de protagonista en el evento inaugural no es casual; es el símbolo de una transformación más profunda que, durante el último mes, enfrentó al club con la Municipalidad de Las Condes y dividió a los vecinos.
La historia reciente del recinto es la de un proyecto que, al pasar del plano a la realidad, colisionó con las normativas y las expectativas de su entorno. Lo que se vendió como un estadio de estándar mundial se convirtió en un caso de estudio sobre las tensiones entre la identidad deportiva, el negocio del espectáculo y las reglas del juego de la vida en comunidad.
La controversia se hizo pública a mediados de julio, pero sus raíces son más profundas. Desde que se anunció la remodelación, el modelo de negocio apuntaba a un recinto multipropósito, capaz de albergar tanto partidos como megaeventos. El anuncio de un concierto de Los Fabulosos Cadillacs para noviembre, realizado en junio, fue la primera señal clara de que el fútbol compartiría el protagonismo.
El punto de quiebre llegó cuando Cruzados, la concesionaria a cargo, presionó por inaugurar en julio sin contar con la recepción final de obras por parte de la Municipalidad de Las Condes. La respuesta de la alcaldesa, Catalina San Martín, fue tajante y expuso la distancia entre las dos partes:
> “Molesta que Cruzados quiera responsabilizarnos cuando la pelota está de su lado”, declaró la edil a La Tercera el 14 de julio.
La Dirección de Obras Municipales (DOM) había levantado más de 24 observaciones que impedían la autorización. Faltaban butacas, el césped no estaba instalado, los estacionamientos no estaban delimitados y, crucialmente, las medidas de mitigación vial y de seguridad no estaban resueltas. Desde la perspectiva municipal, se trataba de hacer cumplir la ley para proteger tanto a los asistentes como a los vecinos de los impactos de un recinto de esta magnitud.
Desde la vereda de Cruzados, la situación se percibía como una traba burocrática que ponía en riesgo un calendario de eventos ya comprometido y una inversión millonaria. La presión por cumplir con las fechas autoimpuestas chocó con los tiempos y exigencias del aparato regulador.
El conflicto trascendió los despachos y se instaló en la comunidad. Lejos de ser un bloque monolítico, los vecinos de Las Condes mostraron visiones contrapuestas. Mientras algunos grupos, representados por concejales como Richard Kouyoumdjian, manifestaban su preocupación por el aumento del tráfico, el ruido y la alteración de la vida residencial, otros defendían el proyecto.
En una carta al director publicada en La Tercera el 1 de julio, el vecino Sebastián Vergara argumentaba que el nuevo estadio representaba un beneficio para toda la comuna en términos de desarrollo deportivo y económico, y acusaba a ciertas voces de velar “solo por los intereses de un grupo reducido”.
Esta división refleja una disyuntiva clásica del urbanismo contemporáneo: ¿dónde termina el derecho de un privado a desarrollar un proyecto de interés masivo y dónde comienza el derecho de los residentes a mantener su calidad de vida? La respuesta, como demostró este caso, no es simple.
Para ir más allá de la disputa coyuntural, es útil plantearse las siguientes interrogantes:
La transformación a “Claro Arena” no es solo un cambio de nombre por un acuerdo de naming rights. Es una redefinición de identidad. Un estadio de fútbol perteneciente a un club universitario tiene una lógica y un impacto distintos a una arena de espectáculos que opera con un calendario comercial intensivo. La tensión no es si puede ser ambas cosas, sino si la infraestructura y el plan de manejo están preparados para esa dualidad sin sacrificar el entorno.
Más que buscar un culpable, el análisis revela un choque de racionalidades. Cruzados opera bajo una lógica empresarial: maximizar el retorno de una inversión privada y cumplir con sus socios comerciales. La Municipalidad, por su parte, actúa desde una lógica de administración pública: garantizar el cumplimiento de la normativa vigente y proteger el bien común. Ambas posturas son legítimas en sus respectivos marcos, y el conflicto surge precisamente en la zona gris donde ambas lógicas se superponen y compiten.
El episodio del Claro Arena es un síntoma de un desafío mayor para Santiago y otras metrópolis. La densificación y la construcción de megaproyectos en zonas ya consolidadas exigen herramientas de planificación y fiscalización más sofisticadas. Este caso demuestra que la aprobación inicial de un proyecto no garantiza una convivencia armónica si las medidas de mitigación y los planes operacionales no se implementan y fiscalizan con rigor. El debate está abierto: ¿debe la ciudad adaptarse a los megaproyectos, o son estos los que deben demostrar su capacidad de integrarse sin degradar su entorno?
Con la nueva fecha de inauguración, parece haberse alcanzado una tregua. Cruzados tiene ahora hasta octubre para subsanar las observaciones y obtener los permisos. Sin embargo, el debate de fondo sigue latente. La verdadera prueba de fuego comenzará cuando el rugido del estadio, ya sea por un gol o por un concierto, se convierta en parte del paisaje sonoro y cotidiano de Las Condes.