Han pasado dos meses desde que la nueva Ley de Inteligencia, una de las piezas centrales de la agenda de seguridad del gobierno, entró en el laberinto de una comisión mixta. En la jerga legislativa, este es el destino de los proyectos que no logran consenso, un espacio donde las diferencias profundas se negocian lejos del foco público o, como ocurre ahora, se congelan indefinidamente. Hoy, 6 de agosto de 2025, el debate ya no es sobre artículos y enmiendas; es sobre una pregunta fundamental que paraliza al sistema político chileno: ¿cuánto poder de vigilancia se le puede entregar a un Estado en el que sus propios actores desconfían mutuamente?
La situación actual es la crónica de una parálisis anunciada. Mientras el presidente del Senado, Manuel José Ossandón, aseguraba en junio que el paso a comisión mixta era para “sacar una ley buena” y no por un “atochamiento”, la realidad es que el proyecto chocó contra un muro de sospechas. El nudo crítico no es nuevo y resuena en democracias de todo el mundo: el equilibrio entre la seguridad nacional y las libertades civiles. Sin embargo, en Chile, este dilema se tiñe de una desconfianza histórica y contingente que lo vuelve casi irresoluble.
Por un lado, el Ejecutivo y sus aliados presentan un cuadro de urgencia. El ministro de Seguridad, Luis Cordero, ha multiplicado sus visitas a las fronteras norte en julio y agosto, inspeccionando la “Muralla Digital” y coordinando a las policías para contener el crimen organizado y los riesgos del futuro Corredor Bioceánico. Sus acciones buscan proyectar un Estado activo, pero a la vez exponen la necesidad de herramientas más sofisticadas. Como advertía en una carta el alcalde de Renca, Claudio Castro, el narcotráfico “va más allá de la ausencia policial” y se nutre de un “Estado descoordinado que llega tarde”. Para este sector, la Ley de Inteligencia es la herramienta indispensable para que el Estado deje de correr detrás del delito y comience a anticiparlo.
La frustración del gobierno ante el bloqueo ha sido tal, que en julio impulsó indicaciones a otra ley, la de Inteligencia Económica, buscando por esa vía dotar a la Unidad de Análisis Financiero (UAF) de mayores facultades, como el acceso a información bancaria sin autorización judicial previa. Un movimiento que, si bien se enfoca en delitos financieros, delata la misma necesidad de fondo: más ojos para seguir la ruta del dinero y del crimen.
Por otro lado, la oposición y sectores de la sociedad civil ven en este mismo proyecto la sombra de un “Gran Hermano” con potencial uso político. La resistencia no se articula como un rechazo frontal a la seguridad, sino como una defensa de los contrapesos. El argumento de “perfeccionar” la ley esconde el temor a que un sistema de inteligencia fortalecido, en manos de un gobierno de turno, pueda ser utilizado para vigilar a adversarios. Este miedo se alimenta de la historia del país, pero también de un presente marcado por la polarización y escándalos de corrupción y mal uso de recursos públicos que han erosionado la confianza en las instituciones. La percepción ciudadana, reflejada en cartas como la que sentenciaba “ya ni nos escandaliza”, es que las reglas no siempre se aplican con imparcialidad.
Mientras la ley duerme en el Congreso, las consecuencias de este estancamiento son visibles. El Estado sigue dependiendo de un sistema de inteligencia fragmentado y con capacidades limitadas para enfrentar a organizaciones criminales transnacionales que operan con una lógica de red, mucho más ágil y moderna.
El debate, por tanto, ha dejado de ser sobre la ley misma para convertirse en un síntoma de una fractura más profunda. La incapacidad de la élite política para acordar las herramientas básicas del Estado moderno no responde a diferencias ideológicas insalvables sobre la seguridad, sino a la imposibilidad de construir una confianza mínima que garantice el uso republicano del poder.
El tema no está cerrado; está en suspenso. Su futuro no depende de una nueva indicación técnica, sino de un acuerdo político que hoy parece lejano. La pregunta que queda abierta para la ciudadanía es si el mayor riesgo reside en dotar al Estado de un poder que podría ser mal utilizado, o en dejarlo sin las herramientas necesarias para proteger a la población de amenazas cada vez más complejas. Por ahora, en el laberinto de la desconfianza, la única certeza es la parálisis.