Han pasado poco más de dos meses desde que la Ley para Promover la Competencia e Inclusión Financiera a través de la Innovación y Tecnología, conocida como Ley Fintech, entró en su fase decisiva de implementación regulatoria. La promesa era clara: abrir un sistema financiero históricamente concentrado para fomentar la competencia, beneficiando directamente a los consumidores. Hoy, 6 de agosto de 2025, el panorama es más complejo que la promesa inicial. La apertura forzada del sistema ha desatado una pugna visible entre los actores tradicionales y los nuevos competidores, dejando a los usuarios en medio de una encrucijada entre la conveniencia y nuevos riesgos.
La controversia más elocuente se centra en el Sistema de Finanzas Abiertas (SFA), el corazón de la ley, que obliga a las instituciones financieras a compartir información de clientes (con su consentimiento) a través de interfaces de programación de aplicaciones (APIs). Para la banca tradicional, esta apertura tiene un precio concreto y elevado. Un informe de Accenture, encargado por la Asociación de Bancos e Instituciones Financieras (Abif), estimó en junio que la implementación del SFA costará al sector privado US$362 millones en sus primeros tres años.
Desde la Abif, la preocupación no es solo el monto, sino su distribución. Advierten que los altos costos fijos podrían ser una carga desproporcionada para actores de menor tamaño. Según sus cálculos, para un 18% de las aseguradoras y un 43% de las cooperativas, estos costos superarían el 50% de su EBITDA. El gremio bancario ha puesto sobre la mesa el caso de Australia, donde una implementación similar generó servicios de bajo valor para los usuarios y una carga financiera significativa para los bancos medianos, pidiendo una implementación gradual y focalizada para no repetir la experiencia.
Mientras la banca tradicional debate los costos, las fintech avanzan con agilidad. A fines de julio, la chilena Global66 anunció que sus usuarios podrían pagar en Brasil utilizando Pix, el popular sistema de pagos instantáneos de ese país, directamente desde su cuenta en pesos chilenos. Este es un ejemplo tangible de cómo la tecnología puede eliminar fricciones y ofrecer valor directo al consumidor, un logro que materializa el espíritu de la ley.
Sin embargo, la innovación no ha estado exenta de tropiezos. Apenas unos días después de este anuncio, la misma Global66 enfrentó una ola de reclamos de clientes cuyas cuentas fueron bloqueadas y sus fondos retenidos, a veces por más de una semana. La compañía explicó que se trataba de la aplicación de protocolos de seguridad y antifraude para validar el origen de los fondos, una práctica estándar en la industria para prevenir el lavado de dinero y otras actividades ilícitas.
Este episodio revela la tensión inherente al crecimiento del sector: la necesidad de cumplir con regulaciones estrictas y proteger el ecosistema choca con la expectativa de inmediatez y fluidez de los usuarios. Para las fintech, construir confianza no solo depende de una aplicación atractiva, sino de una operación robusta y transparente, especialmente cuando se maneja el dinero de las personas.
Con la apertura del mercado, no solo han llegado actores innovadores, sino también nuevas amenazas. La Comisión para el Mercado Financiero (CMF) ha intensificado su rol de vigilancia. Apenas ayer, 5 de agosto, el regulador emitió una alerta sobre siete entidades que ofrecían créditos fraudulentos por internet, suplantando a empresas legítimas o simplemente operando sin autorización. Estas organizaciones solicitaban pagos por adelantado para gestionar préstamos que nunca se materializaban.
Este fenómeno subraya una consecuencia inevitable de la democratización financiera: a mayor número de actores y canales, mayor es la superficie de ataque para los estafadores. La tarea del regulador se vuelve más compleja, debiendo equilibrar el fomento a la competencia con la protección de un público que no siempre cuenta con las herramientas para discernir entre una oferta legítima y una estafa.
La Ley Fintech ha iniciado una transformación irreversible en el sistema financiero chileno. La discusión ya no es si el modelo debe abrirse, sino cómo gestionar esta nueva realidad. Los actores tradicionales exigen una transición que reconozca sus costos de adaptación, las fintech luchan por escalar de manera sostenible sin quebrar la confianza de sus usuarios, y los reguladores trabajan para que la innovación no se traduzca en desprotección.
Para los ciudadanos, el resultado es un abanico de nuevas posibilidades que conviven con riesgos inéditos. El tema no está cerrado; ha evolucionado a una etapa de implementación y ajuste donde se definirá si Chile logra consolidarse como un hub de innovación financiera seguro y equitativo, o si los costos y conflictos de la transición terminan por opacar sus beneficios.