Hoy, a principios de agosto de 2025, la exposición “Intimidad radical” de la artista Janet Toro en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) se acerca a su fin. Las dos banderas chilenas intervenidas que desataron una tormenta mediática y política a fines de mayo siguen allí, colgadas en silencio. La furia de las redes sociales se ha disipado y los oficios parlamentarios han sido archivados. Lo que queda no es el ruido del escándalo, sino el eco de una pregunta fundamental: ¿qué representa la bandera de Chile hoy? La distancia temporal ha permitido que la controversia decante, revelando no un simple acto de provocación, sino un profundo síntoma de las fracturas que atraviesan la identidad nacional.
El punto de ignición fue la viralización de imágenes de la obra “La Bandera en los tiempos de la indignación I y II” (2019). En una, la estrella solitaria aparece recortada, como si cayera al vacío; en la otra, el lienzo está rayado. Creadas en el clímax del estallido social de 2019, las piezas eran, en palabras de su autora, una respuesta artística a un “contexto político y social urgente”.
Sin embargo, en el Chile de 2025, la reacción fue inmediata y polarizada. El diputado Cristián Araya (Republicano) ofició a la ministra de las Culturas, acusando un “ultraje” al emblema patrio. Un pequeño grupo de manifestantes llegó al museo a expresar su descontento. Para este sector, la intervención no era arte, sino una profanación, un ataque a un símbolo de unidad y orden que consideran amenazado desde octubre de 2019.
La respuesta del mundo del arte y la cultura fue igualmente contundente, pero en sentido contrario. Janet Toro defendió su trabajo como una reflexión crítica y no como un “acto arbitrario”. La curadora de la muestra, Cecilia Fajardo-Hill, y la directora del MNBA, Varinia Brodsky, respaldaron la exhibición, apelando a la libertad de expresión como un pilar democrático. Argumentaron que el arte tiene el derecho y el deber de interpelar la historia y sus símbolos.
El debate se enriqueció con la intervención de figuras como la actriz Patricia Rivadeneira, quien en 1992 protagonizó una performance similarmente controvertida. “La polémica le sirve al arte. El arte tiene que molestar”, declaró a fines de mayo, recordando que estas tensiones no son nuevas. De hecho, la historia del arte chileno está plagada de ejemplos, desde el Premio Nacional José Balmes pintando banderas en los 70 hasta el poema “La Bandera de Chile” de Elvira Hernández en dictadura. La controversia de 2025 no fue un hecho aislado, sino el último capítulo de un largo diálogo entre el arte crítico y el poder simbólico.
Lo que el paso de las semanas ha dejado claro es que la discusión nunca fue solo sobre arte. La bandera intervenida se convirtió en un lienzo donde dos visiones de Chile proyectaron sus miedos y aspiraciones.
El museo, por su parte, tomó una decisión crucial: no cedió a la presión política. Al mantener la obra, el MNBA se posicionó como un espacio para el disenso y la reflexión, no como un guardián de dogmas. La afluencia masiva de público durante el fin de semana de la polémica —más de 25,000 personas para el Día de los Patrimonios frente a la decena de manifestantes— sugiere que la ciudadanía, más que escandalizarse, mostró un profundo interés por encontrarse y debatir en los espacios culturales.
La exposición termina el 7 de septiembre. Las banderas serán desmontadas, pero la discusión que abrieron permanecerá. El episodio demostró que en el Chile post-estallido, los grandes símbolos nacionales ya no tienen un significado único e indiscutido. Son territorios en disputa.
La controversia no se resolvió con un ganador. En cambio, funcionó como un espejo que nos devolvió una imagen compleja: la de una sociedad que aún no se pone de acuerdo sobre cómo narrar su pasado reciente y, por lo tanto, cómo imaginar su futuro. La bandera rota de Janet Toro no es la causa de la división, sino su más honesto y punzante retrato.