El viaje de Greta Thunberg a bordo de la Flotilla de la Libertad en junio de 2025 no logró romper el bloqueo de Gaza. Pero sí rompió otra cosa: el modelo de activismo del siglo XXI. El fracaso de la misión humanitaria se convirtió en un catalizador inesperado que obligó a los movimientos sociales a enfrentar una pregunta incómoda: ¿pueden las causas converger sin devorarse entre sí? Lo que vimos no fue solo un incidente naval, sino la primera prueba de estrés para el futuro de la protesta en un mundo de crisis interconectadas.
El 8 de junio, cuando la marina israelí interceptó el velero Madleen, se encontraron dos mundos. Por un lado, el movimiento climático global, personificado en Thunberg, con un mensaje enfocado, científicamente respaldado y con amplia aceptación transversal. Por otro, el conflicto palestino-israelí, una de las disputas geopolíticas más polarizantes y complejas del planeta. La imagen de la activista climática detenida por razones ajenas al CO2 fue un cortocircuito simbólico.
Para el gobierno israelí, la acción fue simple: Thunberg era una herramienta de una organización que buscaba violar un bloqueo de seguridad. El ministro de Defensa, Israel Katz, la calificó de "antisemita", enmarcando su participación como un apoyo a Hamás. Para los organizadores de la flotilla y sus simpatizantes, la presencia de Thunberg era una demostración de solidaridad universal: la lucha por la justicia humana y la justicia climática son inseparables.
Pero para el resto del mundo, la situación fue más confusa. Donantes del movimiento ecologista se preguntaron si su dinero ahora financiaba posturas sobre Medio Oriente. Medios de comunicación que daban una cobertura favorable a las huelgas climáticas ahora titulaban sobre terrorismo y bloqueos navales. El activismo climático, que había logrado mantenerse relativamente por encima de la refriega política partidista, fue arrastrado directamente a ella.
El resultado inmediato fue una división. Dentro del propio movimiento ambientalista, se abrieron dos frentes. El ala más tradicional y pragmática argumentó que el episodio fue un error estratégico catastrófico. Sostienen que alinear la causa climática con un conflicto tan divisivo aliena a potenciales aliados en el centro político y en el mundo corporativo, indispensables para lograr cambios de política a gran escala. Su temor es que la urgencia del cambio climático quede sepultada bajo el peso de otras agendas.
En el otro extremo, una nueva generación de activistas, principalmente jóvenes del Sur Global, celebró la acción de Thunberg como un paso necesario y tardío. Para ellos, el cambio climático no es un problema abstracto de emisiones, sino una consecuencia directa de sistemas de opresión, colonialismo y violencia. Desde su perspectiva, es imposible luchar por el planeta sin defender a las comunidades más vulnerables, ya sea por la subida del nivel del mar en Bangladesh o por un bloqueo en Gaza. La neutralidad, para ellos, es complicidad.
Esta fractura no fue solo discursiva. Se tradujo en debates internos en ONGs, en la retirada de financiamiento y en una guerra de narrativas en redes sociales que debilitó la cohesión del frente climático justo cuando la crisis planetaria se acelera.
El viaje de Thunberg a Gaza no destruyó el activismo, pero lo forzó a evolucionar. A partir de este punto de inflexión, se perfilan tres escenarios probables para los movimientos sociales en la próxima década.
Lo que el Madleen dejó claro es que la era del activismo de nicho ha terminado. La decisión que enfrentan ahora los movimientos no es si deben conectarse, sino cómo. El dilema es profundo: ¿se busca la máxima amplitud posible, aunque eso implique diluir el mensaje? ¿O se busca la máxima coherencia ideológica, a riesgo de quedar reducido a una minoría testimonial? El fracasado intento de llegar a Gaza fue, en realidad, el exitoso lanzamiento de la pregunta que definirá la próxima generación de cambio social.