Hace apenas dos meses, a mediados de junio, el futuro de OpenAI, la empresa detrás del revolucionario ChatGPT, parecía pender de un hilo. Las negociaciones con su principal socio e inversor, Microsoft, se encontraban en un punto muerto. Según informes del Financial Times de la época, la tensión era palpable. OpenAI buscaba modificar su estructura para convertirse en una empresa con fines de lucro, un paso crucial para asegurar futuras rondas de financiamiento y una eventual salida a la bolsa. Sin embargo, Microsoft, que ha invertido más de US$13 mil millones en la firma, no estaba dispuesto a ceder fácilmente sus ventajosos términos contractuales, que le garantizaban derechos exclusivos sobre la tecnología y una jugosa participación en los ingresos hasta 2030.
El gigante del software, liderado por Satya Nadella, llegó a considerar la posibilidad de retirarse de las negociaciones, una jugada que habría dejado a OpenAI en una posición de extrema vulnerabilidad. Microsoft, además, ya diversificaba sus apuestas integrando modelos de IA de la competencia, como Grok de xAI, en su plataforma Azure. Para los analistas, el mensaje era claro: OpenAI era importante, pero no indispensable. La startup, que necesitaba con urgencia la reestructuración para no arriesgar miles de millones en inversiones comprometidas por actores como SoftBank, parecía estar contra las cuerdas.
Mientras los titulares se centraban en el gallito corporativo, OpenAI ejecutaba una estrategia paralela y mucho más ambiciosa. Lejos de los rascacielos de Seattle, la compañía llevaba meses tejiendo una red de influencias en el corazón del poder estadounidense. Ejecutivos de alto nivel, incluyendo a su CEO Sam Altman, intensificaron sus reuniones con la Administración General de Servicios (GSA) y otras agencias federales, promoviendo sus herramientas como una solución para modernizar el aparato estatal.
Este movimiento no era una simple táctica de ventas. Era una apuesta geopolítica. Al ofrecer su tecnología al gobierno, OpenAI no solo buscaba un cliente, sino un socio estratégico que pudiera blindarla ante las incertidumbres del mercado y la competencia. La visión de Altman era transformar a la compañía de un proveedor de software a un pilar de la infraestructura nacional, un activo tan crucial como las redes de energía o las finanzas.
El 6 de agosto, la estrategia de OpenAI culminó de manera espectacular. En un solo día, dos noticias confirmaron su metamorfosis. Primero, se anunció una alianza transformadora con el gobierno de Estados Unidos: las agencias federales tendrían acceso a los modelos de IA de la compañía por un precio simbólico de un dólar durante el primer año. El acuerdo, enmarcado en el "Plan de Acción de IA" de la administración Trump, integraba oficialmente a OpenAI en la maquinaria del Estado.
Casi simultáneamente, trascendió que la empresa negociaba una venta secundaria de acciones que la valoraría en la estratosférica cifra de US$500 mil millones. Este salto, que casi duplicaba su valoración de hace solo unas semanas (US$300 mil millones), no podía explicarse únicamente por el crecimiento de sus ingresos o usuarios. El mercado estaba valorando algo nuevo: su estatus de activo geopolítico. La alianza con el gobierno funcionó como un seguro implícito, una señal de que OpenAI se había vuelto demasiado importante para la estrategia nacional como para dejarla caer.
La vertiginosa consolidación de OpenAI en menos de 90 días ha redefinido el tablero de la tecnología y el poder global. La línea que separa a la empresa privada del Estado se ha vuelto difusa, dando paso a un nuevo paradigma con consecuencias profundas.
El caso de OpenAI demuestra que la historia de la inteligencia artificial ya no se escribe solo en los laboratorios de investigación o en las salas de juntas. Su escenario principal es ahora el de la geopolítica. El debate sobre su regulación, ética y control no es un asunto del futuro; es una urgencia del presente, y sus efectos ya están reconfigurando el mundo en que vivimos.