El cierre del Centro de Cumplimiento Penitenciario Punta Peuco, anunciado en junio de 2025, fue más que una decisión administrativa. Fue la demolición de un símbolo. Durante décadas, este recinto exclusivo para violadores de derechos humanos representó la justicia a medias, un privilegio que contradecía la promesa de igualdad ante la ley. Hoy, con sus antiguos ocupantes reubicados en cárceles comunes, el muro físico ha caído. Pero en su lugar, han surgido grietas profundas en el terreno de la memoria colectiva, la justicia y el futuro político de Chile. La clausura no cerró un capítulo; lo reabrió, proyectando tres escenarios posibles para el alma de la nación.
En este futuro, el más probable a corto plazo, el consenso sobre el pasado se rompe definitivamente. El cierre de Punta Peuco, en lugar de ser un acto de consolidación democrática, se convierte en un arma arrojadiza en la arena política. La promesa de la candidata de derecha, Evelyn Matthei, de que la medida “no cuesta nada revertirla”, no es una simple declaración. Es la señal de una estrategia: utilizar la decisión del gobierno como prueba de una supuesta “revancha ideológica”.
Un futuro gobierno de derecha podría no reabrir el penal, un acto simbólicamente costoso. En cambio, optaría por una vía más sutil: indultos presidenciales masivos amparados en razones “humanitarias”. La propuesta del candidato republicano, José Antonio Kast, de analizar casos por “edad o salud mental”, sienta las bases para esta estrategia. Se vaciaría de contenido la condena, manteniendo la apariencia de justicia.
El “Nunca Más” dejaría de ser un principio nacional para convertirse en un eslogan de la izquierda. La derecha, por su parte, reviviría con fuerza la narrativa del “contexto”, donde las violaciones a los derechos humanos fueron una consecuencia inevitable del caos previo. El debate público quedaría atrapado en un ciclo de acusaciones mutuas, con la sociedad dividida en dos relatos irreconciliables. La memoria se fractura, y con ella, la posibilidad de un futuro compartido.
Este es el escenario optimista, el que el gobierno actual esperaba inaugurar. Aquí, el cierre de Punta Peuco se consolida como un hito irreversible, un punto de no retorno en la cultura de derechos humanos del país. La decisión trasciende al gobierno de turno y se convierte en una política de Estado. Los intentos por revertirla fracasan ante una opinión pública y un sistema judicial que la validan como un estándar mínimo de igualdad.
Para que esto ocurra, se necesitan dos condiciones clave. Primero, un compromiso explícito y sostenido de todo el espectro político democrático, incluyendo a una derecha que se desmarque definitivamente de las justificaciones del pasado. Segundo, una reforma profunda dentro de las Fuerzas Armadas. El incidente de la venta de memorabilia de Pinochet en la Escuela Militar demuestra que la neutralidad institucional declarada no ha permeado completamente su cultura interna. Una reforma doctrinal genuina, que condene sin ambigüedades el rol de la institución en la dictadura, sería fundamental.
En este futuro, el debate se desplaza. Ya no se discute si los criminales de lesa humanidad merecen privilegios, sino cómo fortalecer la educación en memoria y derechos humanos para las nuevas generaciones. El “Nunca Más” se robustece, transformándose en un pilar de la identidad democrática chilena, inmune a los vaivenes electorales.
Este es el futuro más riesgoso. En él, la memoria del pasado no se fractura, sino que es activamente sobrescrita por las urgencias del presente. La crisis de seguridad, el estancamiento económico y la desconfianza en las instituciones se vuelven tan dominantes que cualquier discusión sobre 1973 es vista como una distracción irrelevante. La pregunta del diputado Cristián Araya, “¿A quién le importa lo que ocurrió en 1973?”, deja de ser una provocación y se convierte en sentido común para una parte importante de la ciudadanía.
En este escenario, figuras como Johannes Kaiser, que justifican abiertamente un nuevo golpe de Estado si las condiciones se repiten, ganan legitimidad. Su discurso autoritario conecta con el miedo y el deseo de orden a cualquier costo. El cierre de Punta Peuco es recordado como un capricho de un gobierno “ideologizado” que no entendió las verdaderas prioridades del país.
El concepto de justicia transicional se debilita. Las condenas por violaciones a los derechos humanos son vistas no como un imperativo moral, sino como parte de una “guerra cultural” del pasado. El peligro no es solo el olvido, sino la creación de un nuevo relato donde la democracia es un bien transable, sacrificable en el altar de la seguridad. El “Nunca Más” se desvanece, reemplazado por un peligroso “Quizás, si es necesario”.
Chile se encuentra en una encrucijada. El cierre de Punta Peuco no fue el fin de la historia, sino el comienzo de una nueva disputa por su significado. El camino que tome el país no está predeterminado. Dependerá del liderazgo político, de la capacidad de la sociedad para defender sus consensos democráticos y de la respuesta que se dé a las ansiedades del presente. La caída de un muro ha dejado al descubierto las grietas de la sociedad chilena. El desafío ahora es decidir si esas grietas se reparan, se ensanchan o se ignoran hasta que todo se derrumbe.