El 9 de junio de 2025, la detención de Facundo Jones Huala en El Bolsón, Argentina, fue presentada por el gobierno trasandino como un golpe decisivo contra la violencia en la Patagonia. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, lo calificó como líder de una “organización violenta y terrorista”, enmarcando el hecho en una narrativa de seguridad nacional. Sin embargo, a dos meses de su captura, el caso ha desbordado el ámbito policial para convertirse en un espejo que refleja las profundas diferencias en cómo Chile y Argentina abordan el conflicto mapuche, un fenómeno que no reconoce las fronteras impuestas por los Estados.
Mientras en Argentina la detención se consolidó como un triunfo político del gobierno, con cargos por incitación a la violencia y apología del crimen, en Chile la noticia fue recibida con una complejidad mayor. Aquí, la figura de Jones Huala —con doble nacionalidad y un historial judicial que incluye una condena y una extradición previa— se inserta en un ecosistema de tensiones activas y multifactoriales. Su caso resuena junto a otros procesos judiciales en curso, como la detención a fines de junio de Juan Pichún, vocero de la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), y los altercados que involucraron al lonko de Temucuicui, Víctor Queipul, quien tras su detención denunció ser víctima de “persecución política”.
Esta divergencia es clave: lo que para un Estado es un asunto de seguridad y terrorismo, para el otro es un complejo nudo de reivindicaciones territoriales, procesos judiciales con resultados dispares y un debate público que oscila entre la criminalización y el reconocimiento de una deuda histórica.
La trayectoria judicial de Jones Huala es un laberinto de extradiciones, condenas, libertades condicionales revocadas y nuevas acusaciones. Su caso pone en evidencia la porosidad de las fronteras para el conflicto, pero también la dificultad de los sistemas judiciales para ofrecer respuestas definitivas. No obstante, un hecho ocurrido hace apenas unos días en Collipulli, Chile, ilumina de forma aún más cruda los límites del poder judicial en la zona de conflicto.
El 6 de agosto, el werkén Matías Huentecol fue detenido por extorsión, porte ilegal de armas y drogas, tras ser acusado de exigir dinero a un agricultor a cambio de no quemar sus siembras. Un caso aparentemente sólido. Sin embargo, en la audiencia, la fiscalía no solicitó la prisión preventiva. La razón: la víctima se retractó de continuar con la causa tras llegar a un “acuerdo para cosechar y trabajar” con el imputado. Huentecol quedó con arresto domiciliario parcial.
Este episodio, aunque no directamente ligado a Jones Huala, es sintomático del escenario que su figura representa. Expone una realidad donde la justicia formal del Estado a menudo es reemplazada por mecanismos de resolución paralelos, mediados por el miedo, la necesidad o la desconfianza en las instituciones. Plantea una pregunta incómoda: ¿qué valor tiene el sistema penal si las víctimas prefieren negociar directamente con sus presuntos agresores? Este fenómeno no solo cuestiona la efectividad de la persecución penal, sino que revela la existencia de un poder fáctico que opera al margen de los tribunales y que el Estado no logra controlar ni comprender del todo.
La atención mediática sobre Jones Huala arriesga simplificar un movimiento diverso y fragmentado. Su organización, la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), promueve una línea de acción directa y confrontacional que no representa la totalidad de las demandas del pueblo mapuche. Figuras como el lonko Víctor Queipul, de la comunidad autónoma de Temucuicui, encarnan una autoridad tradicional que, si bien entra en conflicto con el Estado, utiliza un discurso centrado en la persecución política y la defensa de derechos, diferenciándose de la retórica de la lucha armada.
La detención del vocero de la CAM, Juan Pichún, por ataques incendiarios, añade otra capa de complejidad, mostrando la coexistencia de distintas organizaciones con sus propias estrategias, liderazgos y grados de radicalidad. Ignorar esta diversidad es caer en la generalización que alimenta la polarización. El conflicto mapuche no es un bloque monolítico, sino un archipiélago de comunidades, organizaciones y líderes con objetivos y métodos a veces convergentes, a veces contradictorios.
Dos meses después, la captura de Facundo Jones Huala no ha cerrado ningún capítulo. Por el contrario, ha intensificado el debate y expuesto las costuras de las estrategias estatales. Mientras su proceso judicial avanza en Argentina, el caso funciona como un reactivo que obliga a ambos países a mirarse en el espejo de un conflicto histórico que no han logrado resolver. La situación no está resuelta; ha evolucionado. Hoy, el tablero muestra con mayor claridad las piezas en juego: dos Estados con enfoques disímiles, un sistema judicial cuya autoridad es desafiada en el terreno y un movimiento indígena diverso que persiste en sus demandas. La detención de un hombre se ha convertido en el diagnóstico de un problema mucho mayor, uno que sigue abierto y en plena disputa.