Hace casi dos meses, el 17 de junio, los titulares celebraban una noticia que parecía un bálsamo para la alicaída moral nacional: Chile escalaba dos puestos en el Ranking de Competitividad Mundial del IMD, pasando del lugar 44 al 42. Se destacaba el retorno a niveles previos al estallido social de 2019 y el liderazgo sostenido en América Latina. Enrique Manzur, investigador de la Universidad de Chile, lo calificó como una superación del “peor período de pérdida de competitividad”. Para el gobierno y parte del mundo político, la cifra era una validación de la ruta económica.
Hoy, a principios de agosto de 2025, el eco de esa celebración se ha desvanecido. La cifra, aunque positiva en el papel, no logró permear el debate público ni modificar un estado de ánimo colectivo marcado por la incertidumbre. La historia de la competitividad chilena en 2025 no es la de un repunte, sino la de una profunda disonancia entre los indicadores macroeconómicos y la experiencia vivida por empresas y ciudadanos.
El dato del ranking alimentó un consenso que venía fraguándose en la élite política: la urgencia de volver a crecer. En un encuentro organizado por ICARE en junio, las entonces precandidatas presidenciales Evelyn Matthei y Carolina Tohá coincidieron en una meta ambiciosa: un crecimiento del 4%. La presidenta de Cadem, Karen Thal, lo describió como una señal “esperanzadora” en un país hastiado de discrepancias. El crecimiento se instaló como un mantra, una política de Estado en ciernes, validada por encuestas que lo situaban como la segunda prioridad ciudadana después de la seguridad.
Sin embargo, este consenso en el “qué” esconde profundas diferencias en el “cómo”. Mientras el discurso se enfocaba en la meta, la realidad económica mostraba señales contradictorias que ponían en duda la viabilidad de cualquier optimismo.
Casi en paralelo a la celebración del ranking, la presidenta de la SOFOFA, Rosario Navarro, hacía un llamado a generar un “shock de inversión”, apuntando a la “permisología” como un freno que mantenía paralizados cerca de US$ 100.000 millones en proyectos. Esta visión, centrada en la necesidad de destrabar la burocracia para reactivar la inversión, ha sido la tónica del mundo gremial.
No obstante, una visión más crítica, expresada en una carta en CIPER a mediados de julio, sugiere que el problema es más profundo. La misiva argumentaba que las empresas no quiebran por errores puntuales, sino “por no entender el país que habitan”. Sectores como la minería, el agro y la energía enfrentan cambios estructurales —exigencias ambientales, crisis hídrica, transiciones tecnológicas— que no pueden ser resueltos solo con menos trámites. El caso de la minera CAP, que en julio estimó un impacto de hasta US$ 100 millones por la detención parcial de su mina Los Colorados debido a inestabilidades geomecánicas, ilustra esta fragilidad operativa.
El problema, según esta perspectiva, no es solo la lentitud del Estado, sino la inercia de un modelo empresarial que opera como si el Chile de 2025 fuera el mismo de hace una década. La resistencia al cambio, se argumenta, se ha convertido en una trampa.
Si la visión empresarial es compleja, la percepción ciudadana es directamente pesimista. Un sondeo de Deloitte y Cadem de fines de junio reveló que solo el 1% del empresariado consideraba la situación económica como buena o muy buena. La confianza no despega.
Esta desconfianza se manifiesta en múltiples ámbitos. En el mercado laboral, un estudio de Michael Page alertó sobre la tensión entre empresas que exigen el retorno a la presencialidad y trabajadores que valoran la flexibilidad, al punto que un 61% cambiaría de empleo si se le obliga a volver a la oficina. Esta pugna evidencia una desconexión sobre cómo se entiende la productividad y el bienestar.
Otro síntoma de la incertidumbre es la caída de un 4,5% en los viajes a Estados Unidos registrada en mayo, un fenómeno atribuido en parte al temor por la posible cancelación del programa Visa Waiver y a un entorno internacional más restrictivo. Aunque multifactorial, este dato sugiere una cautela en el gasto y una percepción de mayor riesgo en el horizonte.
Detrás de la desconexión entre cifras y percepciones yacen problemas estructurales que el país arrastra por más de una década. Rodrigo Krell, de la Comisión Nacional de Productividad, lo resumió en una frase lapidaria a fines de junio: “La lógica indica que la IA debiera generar una explosión de productividad, pero todavía no se nota”. Chile, a pesar de ser un hub digital, no logra traducir la innovación tecnológica en mejoras macroeconómicas visibles.
El Fondo Monetario Internacional, en un reporte analizado por la prensa a fines de junio, coincidió en el diagnóstico. Para el FMI, el desafío chileno no se resuelve con estímulos de corto plazo, sino con reformas estructurales que aborden el envejecimiento de la población, la participación laboral femenina —aún frenada por la falta de un sistema de sala cuna universal— y la agilización de permisos, pero dentro de un marco de sostenibilidad.
El debate, por tanto, ha madurado. La noticia del alza en el ranking de competitividad, que en junio parecía un punto de inflexión, hoy se ve como lo que realmente es: un dato aislado en un ecosistema complejo. La recuperación económica de Chile avanza a dos velocidades. Una, la de los indicadores macro y el discurso político, que mira con optimismo las cifras agregadas. La otra, la de la economía real, donde la confianza es esquiva, la inversión se retrae y la productividad permanece estancada.
El verdadero desafío para Chile no es solo alcanzar el 4% de crecimiento, sino construir los puentes para que esa cifra se sienta en la calle, en las pymes y en la vida cotidiana de sus habitantes. La discusión sobre el futuro económico del país recién comienza a abordar su verdadera y compleja dimensión.