Hoy es 7 de agosto de 2025. Hace dos meses, el Medio Oriente contenía la respiración ante una escalada bélica entre Israel e Irán que parecía inminente. Hoy, con los ecos de los misiles apagados, el análisis revela un panorama más complejo: una crisis de seguridad nacional que funcionó como un preciso instrumento de supervivencia política para el Primer Ministro Benjamín Netanyahu. El punto de inflexión no fue un campo de batalla, sino una sala de tribunal en Jerusalén, donde el 29 de junio se aceptó posponer su juicio por corrupción, argumentando "razones de seguridad nacional". Esta decisión fue la culminación de una estrategia que entrelazó la guerra externa con las batallas políticas internas.
A principios de junio, el gobierno de Netanyahu se tambaleaba. La interminable guerra en Gaza y la creciente presión por el reclutamiento militar de los judíos ultraortodoxos habían fracturado su coalición. Viendo una oportunidad, la oposición, liderada por Yair Lapid, impulsó el 12 de junio una moción para disolver el parlamento y convocar a elecciones anticipadas. La moción fracasó por un estrecho margen. El argumento clave de los socios de Netanyahu fue un llamado a la unidad: “La historia no perdonará a quien lleve al Estado de Israel a elecciones en tiempo de guerra”, declaró el ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich. La guerra, en este caso la de Gaza, ya servía como un primer blindaje.
Lo que sucedió a continuación redefinió el concepto de "tiempo de guerra". A partir del 13 de junio, Israel lanzó una ofensiva a gran escala contra Irán, con el apoyo explícito del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Netanyahu justificó la acción como un golpe preventivo contra el programa nuclear iraní y una respuesta a sus enemigos regionales. “Golpearemos todos los sitios y los objetivos del régimen de los ayatolás”, declaró el 14 de junio, enmarcando el conflicto como una lucha existencial.
Esta "Guerra de los 12 días" tuvo un efecto inmediato en el frente interno. La atención mediática y política se desvió por completo de las divisiones de la coalición y las protestas. La oposición quedó descolocada. Mientras Netanyahu se presentaba como el líder fuerte que defendía a la nación, sus críticos fueron silenciados por el imperativo de la seguridad nacional. Internacionalmente, la reacción fue de condena. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, llegó a comparar a Netanyahu con Hitler, acusándolo de querer “arrastrar al mundo al desastre”. Sin embargo, para la política interna, la jugada funcionaba.
El primer dividendo fue la parálisis de sus adversarios. Cuando el 24 de junio se anunció un alto al fuego con Irán, mediado por Estados Unidos, el líder opositor Yair Lapid intentó redirigir la presión hacia el conflicto no resuelto en Gaza. “Y ahora Gaza. Es hora de terminar allí también”, publicó en redes sociales. Pero el momento político se había evaporado.
El segundo y más significativo dividendo llegó cinco días después. El 29 de junio, los abogados de Netanyahu solicitaron nuevamente el aplazamiento de su juicio por soborno, fraude y abuso de confianza. Esta vez, el tribunal de Jerusalén aceptó. La justificación fue que el primer ministro estaba “obligado a dedicar todo su tiempo y energía a gestionar asuntos nacionales, diplomáticos y de seguridad de la máxima importancia”. La guerra, que él mismo había escalado, se convirtió en su coartada perfecta para evitar el banquillo de los acusados. La conexión entre el campo de batalla y el tribunal era innegable.
Dos meses después, la victoria de Netanyahu parece pírrica. La crisis con Irán está contenida, pero los problemas de fondo que amenazaban a su gobierno no solo persisten, sino que se han agravado. El 17 de julio, el partido ultraortodoxo Shas abandonó la coalición de gobierno por la falta de acuerdo sobre la ley de conscripción militar. Este movimiento dejó a Netanyahu con una mayoría mínima de 61 de los 120 escaños en el parlamento, exponiendo su extrema fragilidad.
El conflicto en Gaza continúa sin una estrategia de salida clara, y la presión por la liberación de los rehenes sigue siendo un factor de descontento social. La oposición, aunque golpeada, califica al gobierno de “ilegítimo” y espera la próxima grieta para volver a actuar.
El episodio de junio de 2025 queda como un caso de estudio sobre cómo un líder puede utilizar una crisis externa para gestionar, y en este caso, fabricar, un escudo político. Netanyahu ganó tiempo y aire, pero lo hizo a costa de una mayor polarización interna y un aumento de la volatilidad regional. La pregunta que queda abierta para la sociedad israelí es si la supervivencia política de un líder justifica el uso de la seguridad nacional como una ficha en su juego personal.