Han pasado casi 60 días desde que, a mediados de junio, la opinión pública accedió a conversaciones privadas de la diputada y expresidenta de la Cámara, Karol Cariola (PC). Lo que comenzó con la revelación de gestiones para resolver multas de tránsito personales ha madurado hasta convertirse en un caso emblemático sobre los límites de la probidad, el uso de las redes políticas y la creciente tensión entre el poder legislativo y el judicial. Hoy, con la distancia del ciclo noticioso inmediato, es posible analizar las narrativas en pugna y las consecuencias que persisten.
A mediados de junio, reportajes de La Tercera expusieron una serie de chats de la diputada Cariola, obtenidos del peritaje a su teléfono en el marco de la investigación del caso "Chinamart". Las conversaciones más polémicas datan de 2022.
En una de ellas, Cariola solicitaba ayuda al entonces alcalde de Independencia, Gonzalo Durán (hoy Delegado Presidencial de la RM), para gestionar 22 multas de TAG impagas, argumentando que era "mucha plata". En otra, pedía al entonces alcalde de Casablanca, Francisco Riquelme, interceder ante el Juzgado de Policía Local, donde le habían suspendido la licencia de conducir por 45 días. Quería hablar con el juez y no se lo permitían. Tras la gestión del alcalde, Cariola agradeció: "Me fue bien dentro de lo malo de la situación. Le agradezco mucho su gestión".
La relevancia del caso no radica en el monto de las multas, sino en la pregunta que instala: ¿constituyen estas acciones un abuso de la investidura parlamentaria para obtener un beneficio personal? ¿O son gestiones legítimas que cualquier ciudadano podría intentar, pero facilitadas por el acceso privilegiado al poder?
El caso se ha desarrollado en dos frentes narrativos irreconciliables.
El Gobierno ha caminado sobre una delgada línea, buscando contener el daño político sin desautorizar a una figura clave del oficialismo. El ministro del Interior, Álvaro Elizalde, blindó al delegado presidencial Gonzalo Durán, afirmando que "no se va a tomar una decisión por una información de prensa" y subrayando que su condición en la causa es de "testigo", según reportó La Tercera. Esta postura defensiva revela la dificultad del Ejecutivo para gestionar escándalos que tocan a sus propias filas, priorizando la estabilidad interna y delegando la resolución del conflicto de fondo al Ministerio Público. La estrategia, sin embargo, ha alimentado las críticas de la oposición sobre un supuesto doble estándar en materia de probidad.
El tema no está cerrado. Lejos de ser solo un escándalo mediático, ha tenido consecuencias judiciales concretas. El fiscal Patricio Cooper, basándose en el principio de competencia territorial, decidió abrir una nueva causa y remitir los antecedentes sobre las gestiones en Casablanca a la Fiscalía Regional de Valparaíso. Esto significa que la conducta de la diputada en esa comuna será investigada formalmente por un posible delito, como el tráfico de influencias.
Por tanto, el debate ha trascendido la arena política y mediática para instalarse en una sede judicial que deberá determinar si las conversaciones constituyen o no un ilícito. La defensa, por su parte, continúa su ofensiva contra lo que considera una vulneración del debido proceso por las filtraciones.
A casi dos meses de su inicio, el "Caso Chats" se ha consolidado como un reflejo de varias tensiones subyacentes en la política chilena. Primero, la fragilidad de la confianza ciudadana en las instituciones y la percepción de una clase política que opera con privilegios. Segundo, la creciente judicialización de la política (y politización de la justicia), donde las investigaciones penales y las filtraciones se convierten en armas de disputa. Finalmente, evidencia la dificultad de establecer un consenso sobre los estándares de probidad, dejando una zona gris donde lo que para unos es una "gestión normal", para otros es un claro "abuso". El caso sigue abierto, y su resolución, tanto judicial como política, sentará un precedente sobre dónde se traza, finalmente, la línea.