El 6 de agosto de 2025, en un evento en la Casa Blanca que tuvo más de escenificación política que de anuncio corporativo, el CEO de Apple, Tim Cook, se paró junto al presidente Donald Trump para anunciar un compromiso de inversión de US$100.000 millones adicionales en Estados Unidos. La cifra, que elevaba el total prometido a US$600.000 millones, fue presentada como una victoria para la industria manufacturera estadounidense. Sin embargo, a dos meses de que comenzara la ofensiva, los hechos muestran una realidad más compleja: la capitulación de la industria tecnológica más poderosa del mundo ante una estrategia de coerción estatal sin precedentes.
Lo que se selló no fue un pacto voluntario, sino el resultado de una campaña de presión que combinó amenazas arancelarias, intervenciones directas en el mercado y ataques personales. El gobierno de Estados Unidos ha dejado de ser un simple regulador para convertirse en un actor central en las decisiones estratégicas de Silicon Valley, con el poder de dictar inversiones y vetar directivos.
La estrategia de Trump se desplegó en dos frentes. El primero fue el garrote económico. A principios de agosto, el presidente anunció la imposición de aranceles de hasta el 100% a la importación de chips y semiconductores, una medida diseñada para hacer insostenible la producción fuera de Estados Unidos. Al mismo tiempo, entraron en vigor aranceles “recíprocos” que afectaron a más de 90 países, intensificando una guerra comercial que, según la Casa Blanca, busca corregir déficits históricos.
El segundo frente fue la presión pública y personal. Durante meses, Trump utilizó su plataforma en redes sociales para influir directamente en el mercado, un fenómeno que analistas del Diario Financiero bautizaron como el “Efecto Trump”. Un tuit de elogio a un comercial de la marca de ropa American Eagle, protagonizado por una actriz republicana, disparó sus acciones en un 23%. En contraste, una insinuación no confirmada sobre un cambio en la fórmula de Coca-Cola bastó para hacer caer sus títulos. Las empresas aprendieron la lección: alinearse con el mandatario trae recompensas; desafiarlo, o simplemente ser indiferente, conlleva un alto riesgo financiero y reputacional.
Apple, una de las empresas más expuestas a la guerra comercial con China, fue el objetivo principal. Sus costos de producción ya habían aumentado en US$800 millones entre abril y junio debido a los aranceles existentes, con una proyección de US$1.100 millones adicionales para el siguiente trimestre. Ante la amenaza de un arancel del 100% sobre componentes clave, la empresa cedió.
El plan de US$600.000 millones, detallado por medios como WIRED, no implica necesariamente trasladar el ensamblaje final del iPhone a suelo estadounidense, una demanda histórica de Trump. En cambio, se enfoca en fortalecer la cadena de suministro local de componentes avanzados. Esto incluye alianzas estratégicas para fabricar vidrio con Corning en Kentucky, comprar imanes de tierras raras a MP Materials en Texas, y producir obleas de silicio con GlobalWafers. Además, Apple se convertirá en el cliente principal de las nuevas plantas de empaquetado de Amkor en Arizona, que procesarán chips fabricados por la taiwanesa TSMC en ese mismo estado. Para analistas como Craig Moffett de Moffett Nathanson, la jugada es clara: “Vivimos en un mundo de pago por uso, donde las empresas pueden acceder a exenciones arancelarias comprometiéndose a invertir, aunque esas inversiones no alcancen para relocalizar la fabricación”. En esencia, Apple pagó un peaje multimillonario para proteger su modelo de negocio global.
A diferencia de Apple, la situación de Intel revela la cara más dura de esta nueva doctrina. A fines de julio, la compañía, bajo el mando de su nuevo CEO, Lip-Bu Tan, anunció la cancelación de sus megafábricas en Alemania y Polonia, una inversión de más de 35.000 millones de euros que era la piedra angular de la Ley Europea de Chips. La decisión, justificada por una drástica reestructuración de costos, supuso un golpe mortal para las aspiraciones de autonomía estratégica de Europa.
Simultáneamente, Intel anunció el cierre de sus operaciones de manufactura en Costa Rica, frustrando el plan del país centroamericano de convertirse en un centro regional de semiconductores apalancado en la Ley CHIPS de la era Biden. El gobierno de Rodrigo Chaves atribuyó directamente la decisión al cambio de política en Washington, donde Trump había calificado dicha ley como “horrible”.
Pero la presión sobre Intel no se detuvo ahí. El 7 de agosto, el propio Trump exigió públicamente la renuncia inmediata del CEO Lip-Bu Tan, acusándolo de “profundo conflicto de intereses” por sus vínculos de inversión con empresas tecnológicas chinas, algunas ligadas al ejército de ese país. El ataque, que hizo caer las acciones de Intel un 5%, se produjo un día después de que el senador republicano Tom Cotton formalizara la misma preocupación. Intel, un pilar de la industria estadounidense y beneficiario de subsidios federales, se encuentra ahora en una encrucijada: reestructurándose globalmente mientras su liderazgo es públicamente desautorizado por la Casa Blanca.
Los eventos de los últimos dos meses marcan un punto de inflexión. La era en que los gigantes tecnológicos operaban con una autonomía casi soberana, dictando sus términos a los gobiernos, parece haber terminado. La administración Trump ha demostrado que está dispuesta a utilizar todo el poder del Estado para subordinar los intereses corporativos a su agenda nacionalista.
El tema ya no es si las empresas se adaptarán, sino cómo. La relación entre Silicon Valley y Washington ha pasado de la colaboración a la sumisión. Quedan preguntas abiertas: ¿Son estas inversiones forzadas sostenibles a largo plazo? ¿Cómo afectará esta intervención directa a la innovación y la competitividad global? Y, sobre todo, ¿qué sucederá la próxima vez que una decisión corporativa no se alinee con los deseos del poder político? El debate sobre el futuro de la tecnología y la globalización ha entrado en una nueva fase, mucho más volátil y centralizada, donde las decisiones más importantes ya no se toman en las salas de juntas de California, sino en los pasillos de Washington.