A poco más de un mes de las primarias que definieron a Jeannette Jara como la carta del oficialismo, el tablero político chileno se ha reconfigurado de una manera que desafía las convenciones. La tesis inicial, que anticipaba una carrera de todos los sectores por seducir al votante de centro, ha dado paso a una realidad más compleja y beligerante. Hoy, el centro no es un refugio ideológico al que los candidatos peregrinan, sino un campo de batalla donde se libra una guerra estratégica por un electorado que se siente huérfano. Las campañas no se están moderando; por el contrario, están afilando sus perfiles para conquistar ese voto desde sus propias trincheras.
La trayectoria de la candidatura de Evelyn Matthei en los últimos 60 días es el retrato más elocuente de esta nueva dinámica. Lo que comenzó a principios de junio con el lema “Valentía para gobernar, cercanía para escuchar” y una estructura expansiva de once voceros, se desmoronó progresivamente. Las encuestas, que alguna vez la mostraron como líder indiscutida, registraron una caída sostenida que la relegó a un alarmante tercer e incluso cuarto lugar en sondeos como Cadem y Criteria, por debajo de Franco Parisi.
Las críticas internas en Chile Vamos no se hicieron esperar, apuntando a la falta de un relato claro y a un liderazgo difuso en la figura de su jefe de campaña, Diego Paulsen. La respuesta no fue un giro hacia el centro, sino una intervención en toda regla por parte de la élite política y empresarial de la derecha tradicional. La llegada del expresidente de la CPC, Juan Sutil, y del influyente senador UDI, Juan Antonio Coloma, al comité estratégico a principios de agosto, marcó un punto de inflexión. Como explicó el exministro Ignacio Briones, el rol de Sutil no es económico, sino de “coordinación política y estratégica”.
Este movimiento busca reemplazar la fallida estrategia de amplitud por un mensaje de orden, experiencia y gobernabilidad. La vocera Paula Daza lo resumió al afirmar que la nueva etapa se centrará en fortalecer “cuáles son las medidas que Matthei implementaría en caso de llegar a La Moneda”. La propia candidata, en un consejo general de la UDI el 6 de agosto, reconoció que “las encuestas no han sido buenas”, pero prometió “remontar”, no apelando a la moderación, sino a su capacidad de gestión y a la solidez de sus equipos, en un dardo directo a su principal contendor en el sector, José Antonio Kast.
Mientras la campaña de Matthei se reestructuraba para sobrevivir, las de José Antonio Kast y Jeannette Jara consolidaban una estrategia de polarización que ha demostrado ser efectiva para movilizar a sus bases y captar la atención mediática.
José Antonio Kast ha enfocado su discurso en ser el antagonista directo de Jara, enmarcando la elección como una disyuntiva existencial para el país. Su fichaje del economista Jorge Quiroz busca robustecer su propuesta técnica, pero su principal activo sigue siendo un mensaje nítido contra lo que denomina el avance del comunismo. Esta estrategia le ha permitido no solo liderar en su sector, sino también posicionarse como el rival más competitivo contra la izquierda en una eventual segunda vuelta, según diversas encuestas.
Por su parte, Jeannette Jara enfrenta el desafío inverso. Tras su contundente victoria en las primarias, su principal tarea es expandir su base de apoyo más allá de la izquierda dura. Este esfuerzo ha generado tensiones visibles. La discusión sobre una posible suspensión de su militancia en el Partido Comunista y el reconocimiento de un “error” en su programa respecto a la nacionalización del cobre —tras un emplazamiento de Kast— son síntomas de este complejo equilibrio. El PC ha declarado que Jara debe ejercer su liderazgo “con autonomía”, un gesto que busca dar señales a un electorado de centro que observa con recelo, pero que no resuelve la tensión fundamental de su candidatura.
La evidencia más clara de que el centro político es hoy más un concepto que una fuerza real es el destino de quienes han intentado representarlo. La Democracia Cristiana, otrora pilar de la gobernabilidad chilena, se encuentra sumida en una profunda crisis de identidad. Figuras históricas como el exsenador Andrés Zaldívar han declarado que no votarán por ninguna de las tres principales opciones (Jara, Matthei o Kast), mientras que el senador Iván Flores descartó de plano asumir una candidatura presidencial, reflejando la parálisis del partido.
En paralelo, los esfuerzos independientes como el de Harold Mayne-Nicholls no han logrado despegar. Pese a un discurso enfocado en la gestión y la transversalidad, su campaña ha estado marcada por la ardua recolección de firmas y denuncias contra el Servel por cambios en las reglas del juego. Su llamado a representar a “todos aquellos que no quieren votar por los extremos” resuena en un segmento del electorado, pero no ha logrado traducirse en un movimiento político con peso electoral.
Este escenario no es casual. Es la consecuencia directa de la fragmentación política que se agudizó tras el estallido social de 2019 y los fallidos procesos constitucionales, que dinamitaron los puentes entre las coaliciones tradicionales. El “voto huérfano” no es un bloque homogéneo de centro, sino un archipiélago de votantes descontentos, provenientes tanto de la antigua Concertación como de una derecha desilusionada, que ahora son el botín en disputa.
La contienda presidencial ha entrado en una fase decisiva. Lejos de una convergencia hacia la moderación, lo que se observa es una redefinición de las fronteras. La batalla por el alma de Chile se libra en los márgenes, con cada candidato intentando arrastrar a los huérfanos del centro hacia su órbita, no cambiando quiénes son, sino convenciéndolos de que su visión, aunque extrema para algunos, es la única capaz de ofrecer un futuro.