El 2 de julio de 2025, el Tribunal Oral en lo Penal de Cañete no solo absolvió a Jorge Escobar, el único imputado por la muerte de Tomás Bravo. Hizo algo más decisivo: sentó al sistema de justicia chileno en el banquillo de los acusados. El veredicto no trajo cierre; expuso una herida abierta. La pregunta ya no es solo quién es el culpable de la muerte del niño, sino cómo fallaron la Fiscalía, las policías y los protocolos de investigación de una manera tan rotunda.
La sentencia fue explícita al señalar una cadena de “irregularidades que afectaron la calidad de la evidencia”, desde la falta de resguardo del sitio del suceso hasta el movimiento del cuerpo. Esto no es solo un fracaso en un caso. Es una señal de que el modelo de investigación puede colapsar ante la presión mediática y la complejidad de un crimen. A partir de este punto de inflexión, se abren tres escenarios probables para el futuro de la justicia penal en Chile.
El primer efecto es una crisis de confianza inmediata y aguda. La ciudadanía, que siguió el caso con la esperanza de obtener respuestas, ahora dirige su frustración hacia la Fiscalía y las policías. Veremos un aumento de la presión política para encontrar responsables institucionales. Es probable que se formen comisiones investigadoras en el Congreso y que se exijan renuncias de altas autoridades del Ministerio Público.
Los medios de comunicación, que en gran parte construyeron la narrativa de la culpabilidad del tío abuelo, ahora girarán su foco hacia el “error judicial”. Este cambio alimentará el debate público, pero también podría desviar la atención de los problemas estructurales hacia la búsqueda de chivos expiatorios. El factor clave en esta fase será si la crisis se gestiona con despidos simbólicos o si se reconoce la necesidad de un cambio más profundo. La investigación paralela que sigue abierta en la Fiscalía de Los Ríos operará bajo una presión extrema y con una credibilidad mermada desde el inicio.
Superada la conmoción inicial, Chile se enfrentará a una bifurcación crítica. La magnitud del fracaso podría ser el catalizador para la reforma más significativa del sistema procesal penal desde su implementación.
El camino que se tome en la fase anterior definirá el paradigma de la justicia en Chile para la próxima década.
Si se opta por la reforma, podríamos ver un sistema de justicia que, aunque herido, comienza a reconstruir lentamente la confianza pública. Las investigaciones serían más rigurosas y transparentes, y la figura del fiscal, menos poderosa pero más controlada. El “legado Bravo” sería una justicia más profesional y humilde, consciente de sus limitaciones.
Si, por el contrario, domina la parálisis, el futuro es más sombrío. La desconfianza se volverá crónica. Se consolidará una “justicia de dos velocidades”: quienes tengan recursos contratarán peritos, abogados y investigadores privados para suplir las deficiencias del Estado, mientras que la mayoría de la población quedará expuesta a un sistema que percibe como ineficaz e injusto. La frase “que no te pase un Tomás Bravo” podría convertirse en un dicho popular para referirse a la impunidad generada por la incompetencia estatal.
El veredicto de absolución no fue el final del caso Tomás Bravo. Fue el comienzo de un juicio mucho mayor. El principal sospechoso ya no es una persona, sino el andamiaje completo sobre el que descansa la promesa de justicia en Chile.