A mediados de junio de 2025, una resolución de la Corporación de Asistencia Judicial (CAJ) Metropolitana, publicada casi sin estruendo en el Diario Oficial, se convirtió en el epicentro de un sismo que hoy, dos meses después, sigue remeciendo los cimientos de la profesión legal en Chile. La medida ordenaba a todos los egresados de Derecho que realizaron su práctica profesional entre 1981 y 2024, y que nunca entregaron su informe final, a regularizar su situación en un plazo de 15 días. De lo contrario, deberían repetir íntegramente un trámite esencial para poder jurar ante la Corte Suprema.
Lo que parecía un simple acto de orden administrativo destapó una falla sistémica de proporciones: durante 43 años, la institución encargada de dar el vamos a la carrera de miles de abogados operó sin un control riguroso sobre sus propios procesos. La noticia no solo generó incertidumbre entre un número indeterminado de profesionales, sino que expuso una verdad incómoda que el mundo legal chileno había preferido ignorar: la ausencia de una fiscalización efectiva sobre quienes ejercen la abogacía.
El caso de la CAJ no es un hecho aislado, sino el síntoma más visible de una enfermedad crónica. La inacción institucional se conecta directamente con casos de mala praxis que han saltado a la palestra pública. A principios de junio, el abogado Claudio Cofré, defensor de miembros del Tren de Aragua, fue suspendido por un tribunal tras ausentarse de audiencias clave, dejando a sus representados en indefensión. Si bien el sistema judicial posee herramientas para sancionar estas conductas, su acción es reactiva y limitada al contexto de un juicio.
Este vacío regulatorio tiene un origen histórico preciso. En 1981, el Decreto Ley 3.621 eliminó la afiliación obligatoria al Colegio de Abogados y sus facultades para supervisar la ética profesional a nivel nacional. Desde entonces, Chile se convirtió en una anomalía en la región, un país sin un órgano centralizado y autónomo que establezca estándares, investigue denuncias y aplique sanciones a sus abogados. La responsabilidad quedó diluida entre las universidades, que forman; la Corte Suprema, que otorga el título; y los tribunales, que sancionan a posteriori.
La resolución de la CAJ, cuya negligencia data precisamente desde 1981, funciona como un eco tardío de esa decisión política, demostrando cómo el desmantelamiento de una estructura de control gremial derivó en un desorden administrativo que se prolongó por más de cuatro décadas.
El destape de esta falla ha reactivado con fuerza un debate largamente postergado. Por un lado, voces influyentes del mundo académico y judicial argumentan que la situación es insostenible. Sostienen que un Colegio de Abogados con facultades plenas y afiliación obligatoria es indispensable para proteger a la ciudadanía de la negligencia y el abuso, garantizando un estándar mínimo de calidad y ética. Para este sector, la autorregulación es una ficción que ha demostrado su fracaso, dejando al ciudadano común en una posición de extrema vulnerabilidad.
En la vereda opuesta, persisten los temores a que una colegiatura obligatoria derive en un gremio corporativista, que proteja a sus miembros en lugar de fiscalizarlos, que limite la competencia y que, en última instancia, encarezca y dificulte el acceso a la justicia. Quienes defienden esta postura proponen fortalecer las facultades de los tribunales y de la Corte Suprema, manteniendo el control dentro de la esfera del Poder Judicial y evitando la creación de lo que consideran un poder gremial paralelo.
La discusión adquiere una dimensión simbólica y urgente con la reciente partida de figuras como el maestro del derecho penal, Luis Ortiz Quiroga, fallecido a principios de agosto. Su muerte, junto a la de otros grandes juristas de su generación, marca el fin de una era en que la ética profesional parecía sostenida por el prestigio y el ejemplo personal de referentes indiscutidos. Se decía que escuchar un alegato de Ortiz Quiroga era "como sintonizar la radio Beethoven", un reconocimiento a su rigor, elocuencia y, sobre todo, a su intachable conducta.
Hoy, la profesión se enfrenta a una disonancia crítica: mientras despide a los últimos emblemas de una ética basada en el honor personal, la realidad institucional revela un sistema sin controles formales, donde un trámite esencial puede quedar en el limbo por 43 años y donde las malas prácticas solo se castigan cuando el daño ya está hecho. El legado de los maestros como Ortiz Quiroga no puede ser solo un recuerdo nostálgico; debe ser el estándar que inspire la construcción de las instituciones que Chile desmanteló.
El tema, por tanto, ha dejado de ser una discusión para especialistas. La resolución de la CAJ fue el catalizador que obligó al país a mirarse al espejo. La pregunta que queda abierta es si esta crisis será la fuerza necesaria para que el poder político asuma la tarea de reconstruir un sistema de fiscalización profesional para el siglo XXI, o si, una vez más, la inercia permitirá que la justicia siga siendo, en parte, una promesa desatendida.