La noche del 7 de agosto, el alcalde de San Bernardo, Christopher White (PS), recibió una nota en su municipio: "Te vamos a matar a ti y a tu familia". La amenaza, directa y anónima, no fue un hecho aislado, sino la consecuencia visible de una política municipal que ha declarado la guerra al comercio ilegal y al crimen organizado en su comuna. "Lo que espero son señales concretas, más que ir a un abrazo", declaró White, apuntando sus críticas no a la falta de solidaridad, sino a la efectividad de la nueva institucionalidad de seguridad. "Llamo al seremi de Seguridad (...) que baje del escritorio y meta los pies en la tierra", sentenció, evidenciando una fractura entre la urgencia local y la respuesta regional del Estado.
El caso de White es el punto más álgido de una tendencia que se ha consolidado en el último mes: alcaldes que, ante la percepción de un vacío estatal, han asumido un rol protagónico en la seguridad, transformándose en una suerte de sheriffs locales. Esta nueva primera línea de combate, sin embargo, los ha expuesto a riesgos que exceden con creces sus atribuciones formales, como la agresión sufrida por el alcalde de Conchalí, René de la Vega, a fines de julio. La pregunta que emerge es inevitable: si los municipios están supliendo al Estado en la calle, ¿quién asume el costo de su seguridad?
Para entender cómo llegamos a alcaldes amenazados de muerte, es necesario retroceder un mes. El 7 de julio, en La Florida, el inspector municipal Fabio Chávez detuvo su motocicleta para fiscalizar a otra que circulaba, presuntamente, con su documentación vencida desde 2022. El conductor era un carabinero de franco que se negó al control. En minutos, el fiscalizador se vio rodeado por la policía, fue detenido y trasladado a una comisaría. "Me quebré, me sentí como delincuente haciendo mi trabajo", confesó Chávez tras ser liberado horas después.
El incidente, calificado de "aberrante" por el alcalde Daniel Reyes, fue más que una anécdota. Dejó al descubierto la profunda "zona gris", como la definió la subsecretaria de Prevención del Delito, Carolina Leitao, que regula las facultades de los cuerpos de seguridad municipal frente a las policías estatales. Reyes fue tajante: "No es razonable para los ciudadanos que vean a una municipalidad peleando con Carabineros". La disputa no era solo por una multa de tránsito; era una colisión de legitimidades en el territorio donde la ciudadanía exige respuestas inmediatas.
Este choque institucional se enmarca en un contexto de deterioro de la seguridad en espacios públicos emblemáticos. El barrio Meiggs, descrito por analistas como una "tierra de nadie, gobernada por sicarios", es el símbolo de un Estado que parece haber cedido terreno. Es en este vacío donde los alcaldes han decidido actuar, impulsando planes de seguridad con drones, patrullajes inteligentes y una presencia visible que a menudo compite con la de Carabineros.
Justo cuando las críticas del alcalde White resonaban en los medios, el gobierno central ejecutó su propio movimiento en el tablero. La noche del 7 de agosto, más de 500 efectivos de Carabineros y la PDI se desplegaron en un megaoperativo nacional simultáneo, el primero de su tipo. Desde la Estación Mapocho, el ministro de Seguridad Pública, Luis Cordero, flanqueado por los altos mandos de ambas policías, declaró que era "la primera vez que tanto la Policía de Investigaciones como Carabineros de Chile realizan un operativo conjunto de carácter nacional".
El mensaje era claro: el monopolio de la fuerza y la estrategia de seguridad a gran escala siguen residiendo en el poder central. La acción coordinada, que incluyó helicópteros, drones y perros policiales, buscaba no solo prevenir delitos y capturar prófugos, sino también reafirmar la autoridad del Estado frente a una narrativa de fragmentación y autonomismo municipal.
El debate, sin embargo, está lejos de cerrarse. La "guerra de las sirenas" entre municipios y el poder central ha entrado en una nueva fase. Por un lado, alcaldes que, empujados por la demanda ciudadana, asumen los costos personales y políticos de enfrentar al crimen. Por otro, un Estado que busca recuperar el control y la coordinación, pero que aún es percibido como lento o distante desde el territorio. La situación actual plantea una disyuntiva fundamental para el futuro de la gobernanza en Chile: ¿es el protagonismo de los alcaldes una solución temporal a una crisis o el inicio de una descentralización de facto de la seguridad pública, con todas las oportunidades y peligros que ello implica?